14. Rocket City

 

 

 

 

Con la puesta en marcha a pleno ritmo del programa Apollo diseñado para llevar al hombre a la Luna, Wernher von Braun comenzaba a ser el líder de un inmenso imperio aeroespacial. El Centro de Vuelos Espaciales Marshall (MSFC), dirigido por nuestro protagonista y encargado de desarrollar el gigantesco cohete Saturn, no estaría ya limitado a las iniciales instalaciones heredadas del ejército en Huntsville. Su crecimiento se había iniciado prácticamente coincidiendo con la transferencia del grupo de ingenieros a la NASA, en 1960, y pocos años más tarde sus tentáculos se extendían por gran parte del país.
En 1963, el Marshall contaba entre sus instalaciones con las oficinas centrales y el principal centro de desarrollo en Huntsville, Alabama; pero también incluía la planta de montaje de Michoud, en Nueva Orleans, Luisiana; las instalaciones de ensayos de Mississippi, en Bay Saint Louis, Mississippi; y el centro computacional de Slidell en Slidell, Luisiana. No directamente a su cargo, pero puesto a su servicio para el desarrollo del Saturn, estaban también el centro de ensayos de motores cohete de la NASA en la Base Aérea de Edwards, California, y las instalaciones de producción de la segunda etapa del Saturn (S-II) en Seal Beach, también en California. El personal del MSFC alcanzaría un máximo de 7.300 empleados directos entre 1964 y 1967, cifra que ascendía hasta casi 55.000 trabajadores si se incluye a los subcontratistas que trabajaban en las distintas instalaciones del centro.

 

87. Wernher von Braun, en su despacho del Centro Marshall de la NASA, en 1964. Desde allí dirigiría un pequeño imperio.

 

El número de empresas subcontratistas del programa alcanzaría la cifra de veinte mil, ascendiendo el número total de trabajadores involucrados hasta el increíble número de cuatrocientos mil.
En Huntsville, un nuevo edificio administrativo para las oficinas centrales del Marshall comenzaría a construirse con el traspaso de las instalaciones a la NASA. Terminado en 1963, el edificio, una muestra de modernidad para la época, y levantado en una pequeña loma desde la que se dominaba toda la extensión del centro Marshall, incluía un enorme despacho para Wernher von Braun; por esta razón, extraoficialmente sería a menudo conocido como «el Hilton de von Braun». Desde las ventanas de los pisos superiores, una enorme extensión de laboratorios, plantas de fabricación y montaje, e instalaciones de ensayos, podían contemplarse extendiéndose hasta el horizonte, en una muestra de poderío que impresionaba a los visitantes. Habiendo llegado al país como poco menos que prisionero de guerra, Wernher von Braun se hallaba ahora al frente de uno de los mayores complejos industriales y de investigación del mundo, trabajando para el que hasta nuestros días se considera aún el mayor programa de ingeniería de la historia: el proyecto Apollo.
Esta importante posición alcanzada por el ingeniero de origen alemán, unida a su empuje y su personalidad arrolladora, harían nacer alrededor de von Braun las envidias y los celos, a menudo dentro de la propia NASA. Sus orígenes en la Alemania nazi, las envidias entre sus colegas de otros centros y empresas que acusaban al grupo de alemanes de prepotencia y aires de superioridad frente a los expertos norteamericanos, y sus maniobras y presiones, a menudo bastante agresivas, para conseguir mayores fondos y parcelas de poder para su centro, le crearían numerosas enemistades, que finalmente le pasarían factura en los últimos años de su vida. Eso sin olvidar el tremendo magnetismo que ofrecía de cara al público y a los medios de comunicación, quienes la idolatraban; su fama y su facilidad para convertirse siempre en el centro de atracción era también algo que algunos no le perdonaban.
Pero, en general, fuera de las rivalidades surgidas con otros colegas en puestos de responsabilidad en la NASA, von Braun era ampliamente admirado y apreciado a nivel general. Si bien su carácter ambicioso podía acarrearle enemigos en el trabajo, lo combinaba con una personalidad arrolladora, amigable, persuasiva y, por resumirlo en una palabra, encantadora, que lo convertían en el centro de todas las miradas siempre que no hubiese objetivos contrapuestos de por medio. A esta sensación de cercanía y amigabilidad contribuía en buena medida su forma de tratar a las personas: en palabras de la que fuera su secretaria en los últimos años, Julie Kertes, «trataba a todo el mundo por igual, ya fuera el conserje del garaje o un alto cargo del gobierno. En otras palabras, trataba a todo el mundo como seres humanos».
En su ambiente profesional, Wernher von Braun era querido y admirado tanto por sus técnicos en Huntsville como por los astronautas de la NASA. Con estos últimos, siempre mostraba una actitud afable, receptora a sus comentarios y, en cierto modo, de admiración. Von Braun siempre hubiera querido estar entre uno de ellos, aunque objetivamente sabía que nunca sería posible. Pero admiraba a esos hombres que subían al espacio, y ellos lo sabían. Con algunos de ellos nacerían duraderas amistades, como fue el caso de John Glenn, primer norteamericano en órbita.

 

88. Aunque sus labores habían derivado hacía tiempo hacia la gestión, von Braun intentó siempre mantener el contacto con la parte más técnica de su trabajo. En la imagen, paseando por el laboratorio de Fabricación del Marshall en 1967.

 

Pero, ¿cómo era von Braun en su trabajo? ¿Era simplemente un líder carismático, un eficiente gestor, capaz de exprimir al máximo las posibilidades de su equipo técnico, o era él también un técnico competente? Sin duda, era lo primero, aunque con una buena porción de los otros dos talentos. En sus orígenes en la agrupación de aficionados en Alemania, destacó principalmente por su empuje y entusiasmo, aunque también desarrolló tareas técnicas. También fue uno de los principales partícipes en el desarrollo técnico de la V-2, aunque principalmente como coordinador. A lo largo de su trabajo en los Estados Unidos, demostró siempre tener una magnífica capacidad para entender los problemas técnicos planteados por sus subordinados, y una memoria fotográfica que le permitía recordar cualquier concepto o conversación y asimilarlo para el futuro. Pero con el tiempo, y como suele ocurrir en los trabajos de ingeniería, sus funciones fueron derivando hacia una mayor componente gestora y un alejamiento de la parte técnica. En realidad, esto es algo que le ocurrió a todo su equipo de antiguos colaboradores en Peenemünde: de su trabajo inicial de ingenieros directamente involucrados en el desarrollo de sus primeros cohetes, sus funciones irían evolucionando con el tiempo hasta llegar, con el proyecto Saturn, a ejercer principalmente como gestores de un inmenso proyecto con una amplia red de subcontratistas. Quizás lo más asombroso es que también ejercieran de forma excelente tan diferente trabajo.
A pesar de todo, von Braun no era perfecto. Como gestor, también tenía su lado negativo. Por una parte, era incapaz de amonestar a sus subordinados: cuando alguien requería una llamada de atención, el director del Marshall siempre recurría a sus colaboradores más próximos para que lo hicieran, pues eran situaciones que él se sentía incapaz de asumir. Por otra parte, Wernher von Braun era pésimo a la hora de controlar el gasto: para él, el dinero parecía no significar nada, y los presupuestos no eran más que papel mojado sujetos a las variaciones (siempre al alza) que fueran necesarias. En este sentido, era un hombre incapaz de controlar los gastos, permitiendo, por ejemplo, que la burocracia en el Marshall creciera a veces de forma desproporcionada, con multitud de colaboradores próximos a él, en puestos de gestión con poco contenido, que multiplicaban el gasto sin necesidad. Con el tiempo, se le impondría contar con un responsable financiero que sería el que, en lo sucesivo, se encargaría de limitar el espíritu derrochador de su jefe.
En el trabajo, von Braun era agresivo a la hora de conseguir sus objetivos. No sólo luchaba arduamente por incrementar su participación en los presupuestos globales de la NASA a costa del resto de los centros, sino que acudía directamente a congresistas, senadores y cualquier otro miembro del gobierno siempre que pensase que pudiera resultarle útil para sus deseos. También von Braun era de los que opinaban que era mejor actuar primero y preguntar después. Esta política de «hechos consumados» le ahorraría mucha burocracia y plazos de espera a la hora de construir nuevas instalaciones o iniciar nuevos proyectos, funcionándole bastante bien aunque, por regla general, a costa de algunas pocas reprimendas de sus superiores o de algunas críticas desde el Congreso. Pero contribuiría también a granjearle algunos resentimientos desde ciertos círculos.
Pero donde siempre destacó Wernher von Braun por encima de todo fue con su liderazgo y su carisma. Ser un buen técnico es importante, pero ser capaz de motivar y arrastrar en pos de un objetivo a un numeroso grupo de buenos técnicos es mucho más importante aún. Von Braun era uno de los hombres capaces de conseguirlo; uno de los mejores. Muchos de los que conocieron a su equipo de colaboradores coinciden en ello: no es que fueran personas brillantes individualmente; al fin y al cabo, técnicos buenos los hay en todas las organizaciones. Lo que distinguía al grupo de Huntsville era su cohesión, su espíritu de equipo. Como conjunto, eran insuperables. Y conseguir algo así requiere un buen líder.
Von Braun era, ante todo, un líder carismático. Si bien siempre mantendría un lado técnico, participando en las reuniones de ingeniería y tomando decisiones técnicas cuando era necesario, lo que más destacaba de él era su sorprendente capacidad como líder del equipo. Así lo expresaría el coronel James K. Hoey, que lo conoció durante sus tiempos del ABMA: según él, von Braun poseía «una clase de liderazgo poco frecuente, tanto o más importante que su imaginación y brillantez técnica». Von Braun conocía profundamente a sus hombres, lo que le permitía no sólo empujarlos con entusiasmo hacia un objetivo común, sino también sacar lo mejor de ellos. Los trataba siempre con equidad y respeto, consiguiendo de esta forma ser reconocido y respetado. El mismo coronel Hoey recuerda una anécdota que lo dejó impresionado sobre el tacto y el carisma del director técnico: era 1951, y la división técnica del ABMA, bajo la dirección de von Braun, iba a sufrir una fuerte reorganización. Pocas cosas hay más traumáticas en una organización, siendo estos movimientos propensos a crear resentimientos, envidias y frustración. Pero von Braun no permitiría que esto sucediera. Así se lo recordaba el coronel al propio von Braun en una carta con motivo de su sesenta cumpleaños:

 

Tú y uno o dos más habíais planificado la estructura que considerabais más apropiada, y habíais asignado nombres a las diferentes casillas [del organigrama]. Llegado este punto, te apartaste de tus tareas diarias durante unas dos semanas. Se te podía ver entrando y saliendo de tu oficina con algún miembro del equipo, o enzarzado en vivas conversaciones con algún otro individuo en una esquina de la cafetería, o paseando durante horas entre los árboles por los alrededores del edificio, junto con alguno de los personajes más problemáticos.
El resultado fue que cuando finalmente se anunció la reorganización, no hubo sorpresas; las heridas fueron mínimas, y éstas fueron justamente las que se preveían. El equipo se movilizó todos a una, sin perder el paso. Fue una actuación silenciosa y magnífica.

 

Nuestro hombre sabía no sólo convencer a la gente de aquello que él quería, sino que además conseguía que creyeran que lo estaban haciendo por voluntad propia. Otro de sus antiguos colegas, George Bucher, recuerda cómo le impresionó la primera vez que asistió a una reunión técnica presidida por von Braun; Bucher relata cómo, en un principio, su forma de actuar le pareció de lo más negligente: la reunión se alargaba sin sentido, todos los participantes expresaban sus opiniones sin que pareciera existir una guía, sin que nadie dirigiera la reunión hacia un objetivo último. Bucher pensó entonces que von Braun era un pésimo director, incapaz de moderar una simple reunión técnica. Pero pronto se percataría de que, en realidad, von Braun estaba «dirigiendo la reunión con su estilo único y magistral. Después de dar a cada uno la oportunidad de hablar, resumiste con habilidad las distintas aportaciones de modo que todo el mundo sintiera que había contribuido, y por tanto se sintiera comprometido con el objetivo y la línea de acción que acababas de definir. Luego te volviste a uno de los que habían defendido una aproximación diferente, y preguntaste: "¿Cómo te suena esto? ¿Podrás asumirlo?" Invariablemente, la respuesta era "Haré todo lo posible por apoyarlo". Cuando la reunión terminó, todo el mundo sabía qué era lo que había que hacer... y conocía cada fortaleza y cada debilidad, cada sombra y cada luz, en cada uno de los laboratorios que debían contribuir».
Aunque, en ocasiones, también sabía simplemente imponer su autoridad, si todas las demás técnicas fracasaban para conseguir su objetivo. En una ocasión, durante el proyecto Apollo, tenía lugar una reunión en el Centro Marshall para decidir la adjudicación de una serie de contratos entre diferentes subcontratistas. Entre los ofertantes, en su mayoría gigantes del sector aeroespacial, se encontraba también una pequeña empresa local, que optaba a un pequeño contrato de tan sólo 1,5 millones de dólares (una parte que los demás contratistas incluían dentro de paquetes mucho mayores). Von Braun propuso conceder el contrato a la empresa local, para así favorecer la prosperidad en el área de Huntsville. En principio, la idea tuvo buena acogida, pero pronto surgieron las voces críticas, al considerar que suponía generar demasiado trabajo y demasiado papeleo adjudicar un paquete tan pequeño a un contratista adicional, cuando los habituales podían hacerlo como parte de sus trabajos mayores. Von Braun argumentó de nuevo que era importante dejar en la zona de Huntsville todo el dinero posible, que la mayor parte de los contratos se repartían por el resto del país, y que ahora era posible dejar una parte en casa. Y de nuevo los más críticos razonaban juiciosamente que era complicarse demasiado por tan sólo 1,5 millones de dólares, y así una y otra vez. Finalmente, von Braun perdió la paciencia e impuso su voluntad: «¡Ya está bien, maldita sea! ¡Hagámoslo!». Y es que, aun siendo partidario incondicional del consenso, von Braun ponía su voluntad por delante cuando era necesario para lograr sus objetivos.
En cualquier caso, no cabe duda de que nuestro protagonista era un maestro de la persuasión. Uno de los colaboradores que tuvo en los últimos años de su trabajo en la NASA, Thomas Shaner, lo resumió muy bien: «Era un experto en manipular a la gente para que hicieran lo que él quería sin aparecer como dominante. Siempre hacía que pareciera que había sido idea tuya, y no suya. A menudo sabía a priori la respuesta a un dilema o problema, pero dejaba que fueras tú el que llegase a esa conclusión y ofrecieras la solución».
Rocket City

 

La presencia de Wernher von Braun y su equipo de ingenieros alemanes había cambiado para siempre la vida y la fisonomía de la pequeña y tranquila ciudad sureña que era Huntsville cuando llegaron a ella en 1950. Por aquel entonces, la población estaba formada en su mayor parte por campesinos con apenas cinco o seis años de escolarización en su haber, que vivían de la agricultura del algodón. Y, con el fin de la segunda guerra mundial, que había revitalizado la zona con la producción de armamento en los antiguos arsenales de Huntsville y Redstone, la economía local había caído drásticamente, sumergiendo la comarca en la apatía rural.
Con la creación del Centro de Vuelos Espaciales Marshall de la NASA y el arranque del proyecto Apollo, sin embargo, en apenas once años la ciudad de Huntsville había dado un vuelco espectacular. Una gran cantidad de edificios e instituciones surgieron alrededor de las instalaciones lideradas por von Braun, llevando a la comunidad el empleo y la prosperidad. Bibliotecas, universidades y laboratorios de alta tecnología empezaron a inundar una ciudad en la que apenas una década atrás la juventud no tenía más futuro que el trabajo en el campo tras unos pocos años de educación básica.
Pero la prosperidad de Huntsville no era solamente la consecuencia lógica de la creación del Centro Marshall en su territorio: el propio Wernher von Braun y varios de sus colegas habían colaborado personalmente en el desarrollo de la comunidad. Bajo su iniciativa se crearon orquestas y observatorios astronómicos, participando activamente tanto en unos como en otros, unas actividades que parecían poco menos que extraterrestres en la comunidad intensamente rural que encontraron los técnicos al llegar por primera vez a la ciudad. También daban clases en la universidad, e incluso hacían campaña para terminar con la segregación racial en aquella terca sociedad sureña. Respecto a esto último hay que señalar que, en un momento de intensa tensión racial en los estados del sur, el Centro Marshall de la NASA tuvo como premisa la igualdad de oportunidades, favoreciendo siempre que fuera posible la contratación de personas de raza negra —aunque también hay que señalar que existía una directiva desde las oficinas centrales de la NASA que marcaba esta política para todos sus centros—.
Asimismo, la presencia de los gigantes aeroespaciales del país, que terminarían levantando nuevas plantas en los alrededores de Huntsville, había dependido en buena medida del empeño personal de von Braun. En los años sesenta, con el proyecto Apollo en marcha, nuestro protagonista había insinuado a las grandes compañías subcontratistas (Boeing, Lockheed, McDonnell, Rocketdyne, Douglas, ibm...) que sería más fácil que consiguieran contratos si estaban ubicadas más cerca geográficamente del Centro Marshall. En breve, todas ellas abrieron delegaciones en la zona de Huntsville, aumentando considerablemente la prosperidad de la comarca.
En 1969, la extensión de la ciudad superaba los 250 kilómetros cuadrados, frente a los diez escasos que tenía en 1950, y en el mismo periodo su población había crecido desde 15.000 hasta 135.000 habitantes. Pero quizás lo más importante, aunque menos visible, fue el espectacular cambio en el nivel de formación académica de su población. El propio Wernher von Braun lo había visto claro desde el primer momento: para reforzar sus trabajos, necesitaba gente formada, gente con estudios, desde obreros especializados (torneros, fresadores, soldadores...) hasta ingenieros. Y había presionado en todos los frentes para hacerlo posible, creando escuelas, bibliotecas y universidades. Así lo expresó claramente en una comparecencia ante la cámara del estado de Alabama en 1961, cuando acudió para solicitar tres millones de dólares para construir un nuevo centro de investigación ligado a la universidad de Huntsville: «Seamos francos con nosotros mismos: no es el agua, ni los terrenos, o la mano de obra, o los impuestos bajos lo que lleva a la industria a un estado o a una ciudad. Es la riqueza intelectual». Como casi siempre, con su extraordinario poder de persuasión, von Braun consiguió lo que buscaba: fue una de las raras veces que el parlamento del estado de Alabama aprobaba una moción por unanimidad.
No fue la única ocasión en la que nuestro protagonista compareció ante el parlamento del estado para solicitar fondos: en 1963 volvía a hacerlo para demandar dos millones de dólares para la construcción del Centro de Cohetes y del Espacio de Alabama, en Huntsville. Sería un centro de visitantes, una mezcla de museo y parque temático, centrado en los cohetes y la exploración espacial. De nuevo, su petición fue aprobada por unanimidad. En 1970 se inauguraban estas instalaciones que, además del material para exhibición (entre el que se incluye un Saturn V completo), incorporan en su recinto la Biblioteca y Archivos Wernher von Braun, un espacio que es centro de atracción para estudiosos e historiadores de la exploración espacial. Renombrado como U. S. Space & Rocket Center (Centro Espacial y de Cohetes de los Estados Unidos), en la actualidad el centro atrae a la ciudad de Huntsville más de cuatrocientos mil visitantes al año.
Gracias a Wernher von Braun y su grupo de alemanes, Huntsville salió del anonimato para saltar a la fama mundial, recibiendo el bien merecido apelativo de Rocket City (Ciudad de los Cohetes). Sus ciudadanos no olvidarían nunca quién había sido el artífice de este cambio radical en tan pocos años. A pesar de haber nacido en Alemania, Wernher von Braun se convertiría para Huntsville en un admirado héroe local.
Un genio de andar por casa

 

A Wernher von Braun puede catalogársele sin grandes problemas como un genio; pero, por encima de todo, era un ser humano, y, como tal, estaba muy lejos de ser perfecto.
Uno de sus defectos era, en ocasiones, una cierta tozudez, como demuestra una anécdota que le recordaba su antiguo colaborador William R. Lucas (un metalúrgico que colaboró con él durante el desarrollo del Redstone) con motivo de su sesenta cumpleaños. La historia tenía su origen en los problemas de corrosión sufridos por las aleaciones ligeras del misil Redstone durante los ensayos de lanzamiento en Cabo Cañaveral, en un clima tropical y marino:
‹Como acababas de llegar de White Sands, donde la corrosión era el menor de los problemas, estábamos teniendo muy poco éxito en convencerte. Luego pasaste una semana en Florida en la preparación de un lanzamiento. A tu vuelta, nos impusiste comenzar de inmediato un programa de [control de la] corrosión porque en una semana en Cocoa Beach, el fondo de tu lata de pasta de dientes se había oxidado, y el aire salino había atacado los cromados del parachoques de tu coche. En White Sands nunca había ocurrido eso. Nos «convenciste» de que Florida era mucho peor, y que debíamos hacer algo de inmediato. Estuvimos encantados de llevar a cabo tu idea...›
Entre sus defectos, muchos recuerdan también sus malas maneras en la mesa: conversador infatigable, le costaba encontrar el momento de llevarse el bocado a la boca, de modo que, cuando lo hacía, solía ser atropelladamente, en enormes y rápidos bocados, para no perder tiempo en continuar la conversación.
Von Braun era, también, el prototipo del compañero gorrón: nunca llevaba dinero encima, y siempre eran sus acompañantes los encargados de pagar las cuentas en los bares y restaurantes, o de dejar las propinas. Más que tacañería intencionada (de hecho, a veces se trataba de su dinero o su tarjeta de crédito, que dejaba a sus compañeros de viaje para que lo administraran), la mayoría lo recuerda como simple dejadez, en un hombre que no daba importancia al vil metal. Ello, combinado con un permanente despiste, que hacía que a menudo se olvidase de ponerse el cinturón, que llevase calcetines de distinto color a la oficina, que olvidase los encargos de su mujer, que extraviase constantemente desde las gafas hasta la cartera, o que, al salir a navegar, echase el ancla sin asegurarse antes de haber amarrado el otro extremo de la cuerda. Por no hablar de lo que podríamos llamar desinterés por los convencionalismos sociales, o incluso por las normas establecidas, como se demostraba en su forma de conducir, sin respetar los límites de velocidad ni las señales de tráfico, lo que le acarrearía un sinfín de multas a lo largo de su vida.
También resulta sorprendente, en vista del fuerte compromiso mantenido a lo largo de su vida con sus propios sueños, su falta de compromiso con los demás cuando se trataba de madrugar. Von Braun era un animal nocturno, capaz de pasarse noches enteras en vela sin ningún problema, pero madrugar era algo que «iba en contra de su religión». Cuando viajaba con colegas y tenía que asistir a reuniones por la mañana, siempre había que asignar a alguien la tarea de despertar a su jefe, algo que a menudo suponía más de media hora de aporrear la puerta de su habitación o de llamarle por teléfono. Eso cuando no respondía con un «tranquilos, ya voy, bajad a desayunar que enseguida estoy con vosotros», para a continuación darse la vuelta en la cama y seguir durmiendo, aunque ello supusiera llegar tarde a su cita. Según él, estaba convencido de que ninguno de los avances importantes en la historia de la humanidad se habían logrado antes de las diez y media o las once de la mañana.
Pero quizás lo más sorprendente en un ingeniero de su talla era su ineptitud con los artefactos técnicos. Su secretaria durante años en la NASA, Bonnie Holmes, lo recuerda perfectamente: «No le gustaban las cosas mecánicas. No confiaba en ellas». Nunca usaba un dictáfono ni artilugios similares, se hacía un lío con los botones, y siempre prefería el método tradicional, con su secretaria presente. También coincide en ello Thomas Shaner, quién trabajó muy cerca de von Braun a finales de los sesenta: «El doctor von Braun podía hacer cualquier cosa que se propusiera. Volaba en reactores. Le encantaba pilotar cualquier clase de avión. Pero me resultaba divertido que no pudiera, o no fuera capaz de manejar algo tan simple como un videocasete. Esas cosas le frustraban, y terminaba destrozando los videos de ira y frustración. Les daba un golpe y los tiraba al suelo». Pero quizás la más significativa sea la siguiente anécdota, también relatada por Shaner: Von Braun y un grupo de colegas se encontraban agrupados en torno al televisor de su despacho para contemplar la llegada a la Tierra de una misión espacial. La imagen en el televisor era pésima, en pálidos tonos marrones y sepia. Shaner se levantó y se aproximó al televisor, ajustó el mando del color y, de inmediato la pantalla se llenó con los brillantes colores del cielo y el mar. Atónito, von Braun exclamó:
—¡Tom! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?
—Nada... —respondió Shaner amedrentado, pensando que le estaba reprochando su acción—, simplemente he ajustado el color en el televisor. ¿Quieres que lo deje como estaba?
—¡No, no! No sabía que se podía hacer eso... ¡Ha estado así durante cinco años!
Y es que, dicho en lenguaje coloquial, Wernher von Braun era un auténtico patoso. Ni siquiera era capaz de cambiarle las pilas a los juguetes de sus hijos cuando se agotaban, teniendo que ser su hija mayor la que con un «anda, déjame, papá», le relevase de tan ardua tarea... También su mujer, María, se había acostumbrado a sus rarezas: en casa, era ella la que utilizaba la caja de herramientas, algo a lo que su marido ni siquiera se acercaba. En una ocasión, hasta se sorprendió de saber que contaban con una taladradora en casa. «No importa, Wernher —le respondería su mujer—, porque de todas formas no sabrías usarla, y si lo hicieras, terminarías haciéndote daño».
Hacia el Saturn V

 

Tras la decisión formal de la NASA para optar por el modo de encuentro en órbita lunar (lor) para la misión de alunizaje, ya sólo quedaba lanzar el programa a toda máquina para conseguir el objetivo de llegar a la Luna antes del fin de la década.
A comienzos de 1963, la NASA decidió cambiar la nomenclatura de los lanzadores dedicados al programa. Así, los Saturn C-1, C-1B y C-5 se convertirían respectivamente en los Saturn I, Saturn IB y Saturn V. Este último sería el gigante encargado de llevar a cabo la misión tripulada lunar.
En los puestos clave del proyecto, Wernher von Braun situaría a algunos de sus hombres de confianza. Como director de proyecto, colocaría a Arthur Rudolph, quien había sido director de Desarrollo y Fabricación de las V-2 en Peenemünde. Como responsable de la unidad de ensayos en Cabo Cañaveral estaría Kurt Debus, quien había estado también a cargo de los ensayos en la época alemana. Y, como mano derecha de von Braun y bajo el título de Director Asociado para Investigación y Desarrollo (y con el cargo, en la práctica, de Ingeniero Jefe del Centro Marshall), su principal hombre de confianza y un magnífico técnico, Eberhard Rees. Rees mantenía el mismo cargo que había tenido anteriormente en el ABMA, y similar al que ocupara en Peenemünde, donde había ejercido como director técnico de la planta.
El Centro de Vuelos Espaciales Marshall, con Wernher von Braun al frente, era el responsable del desarrollo de los vehículos lanzadores destinados al programa Apollo, y, en especial, el del Saturn V que debía enviar al hombre a la Luna. Toda la responsabilidad del diseño de este gigantesco cohete recaía en el centro de Huntsville. Pero a pesar de tener plena autoridad en esta materia, en septiembre de 1963, un cambio de organización en la cúpula de la agencia espacial norteamericana tendría una influencia directa en el trabajo llevado a cabo por von Braun y su equipo en el MSFC.
Con esa fecha, George E. Mueller sustituía a Brainerd Holmes como administrador adjunto de la NASA y director de la Oficina de Vuelos Espaciales Tripulados. Recién llegado al departamento que tenía la voz última sobre todo lo relacionado con el proyecto Apollo, Mueller empezó por ordenar la realización de un informe detallado sobre el grado de avance de los trabajos, junto con una planificación realista para el comienzo del programa lunar tripulado. Su objetivo era comprobar que todo estaba en línea para cumplir el compromiso del presidente de llegar a la Luna antes de finalizar la década.
El resultado fue descorazonador: el informe concluía que, en el mejor de los casos, la misión lunar no podría llevarse a cabo antes de finales de 1971. Para Mueller, esto era inaceptable: había que implantar de inmediato medidas correctoras encaminadas a encarrilar la situación.
Una de estas acciones correctoras afectaría directamente al proyecto de desarrollo del Saturn V, y, lo que era más importante, a la filosofía de trabajo de von Braun y su equipo.
Wernher von Braun había mantenido a lo largo de toda su carrera lo que podríamos llamar una actitud cautelosa, o conservadora, a la hora de proceder con sus nuevos desarrollos. Cada paso adelante estaba cuidadosamente calculado y apoyado en un sinfín de ensayos previos, avanzando un pequeño peldaño cada vez, uno tras otro, validando cada nuevo sistema, procedimiento o idea, antes de proceder con el siguiente.
En vehículos lanzadores multietapa, esto significaba validar las diferentes fases una a una: primero se probaba la primera etapa en un cohete que sólo tenía dicha etapa activa, siendo el resto una simple maqueta representativa en geometría y masa del resto del vehículo. Una vez ensayada y aceptada así la primera etapa, se procedía a probar un nuevo lanzamiento en el que se incorporaba ya la segunda, y así sucesivamente. Así lo habían hecho siempre los hombres de Huntsville, y así planeaban hacerlo con el Saturn V. Pero esta idea encontró un fuerte opositor el 29 de octubre de 1963, en la figura de George Mueller.
En una reunión ese día en el centro Marshall, Mueller defendió la opción de llevar a cabo, ya desde el primer ensayo, la prueba de todas las etapas del lanzador. Es decir, lanzar desde el principio un cohete completamente operativo, en lugar de hacerlo con maquetas parciales que irían incrementándose progresivamente. Esta forma de actuar, a la que denominaron «todo arriba», permitiría, en opinión de Mueller, ahorrar varios lanzamientos, y, con ellos, tiempo y dinero. Mueller había ideado esta aproximación al desarrollo de nuevos lanzadores poco antes de entrar en la NASA, cuando trabajaba en desarrollo de misiles para la Fuerza Aérea, y, aunque la USAF había adoptado ya esta filosofía para sus nuevos diseños, en 1963 era un concepto que aún no se había probado.

 

89. Los líderes del programa Apollo. De izquierda a derecha, George Mueller, administrador asociado de la NASA; Sam Phillips, director del Programa Apollo; Kurt Debus, director del Centro Espacial Kennedy; Robert Gilruth, director del Centro de Naves Espaciales Tripuladas; y Wernher von Braun, director del Centro de Vuelos Espaciales Marshall.

 

La propuesta del nuevo administrador adjunto chocó de lleno con la visión que von Braun y su equipo tenían de cómo debía llevarse a cabo un proyecto de estas características. Su oposición fue brutal: la propuesta era absurda, descabellada, iba en contra de todos los principios básicos de la lógica; era una locura pretender lanzar de primeras un vehículo de esta complejidad sin haber analizado previamente el comportamiento por separado de cada una de sus partes.
Realmente, había dos puntos de vista para el problema, ambos razonables, dependiendo de que se optase por lo que podríamos llamar la visión optimista o la pesimista. En lo que podríamos llamar «la visión pesimista», si en un ensayo «todo arriba» fallaba la primera etapa, por ejemplo, se echaría a perder toda la inversión realizada en las etapas superiores. Por otra parte, si cada una de las etapas presentaba pequeños fallos o pequeñas desviaciones de su comportamiento nominal, sería más difícil interpretarlos por separado y reconocer las causas, al poder interferir los efectos entre sí, frente a un ensayo de tipo incremental que avanzase sobre sistemas ya probados anteriormente.
Por otra parte, en la «visión optimista», no tenía sentido probar una primera etapa sustituyendo la segunda y la tercera por lastre: si la primera etapa funcionaba correctamente, se estaría perdiendo la oportunidad de probar la segunda, y así sucesivamente, requiriendo nuevos lanzamientos que quizás no serían necesarios. Ésta era la posición defendida por Mueller.
La propuesta del nuevo gestor no sólo implicaba la eliminación de numerosos vuelos de prueba, sino también la reducción de los ensayos en tierra de las diferentes etapas: ¿para qué probar en tierra algo que podía probarse directamente en vuelo? De nuevo esta opción sonaba a herejía para los hombres del Marshall, pero lo cierto es que también a esta propuesta podrían aplicársele las aproximaciones «optimista» y «pesimista», con razonamientos válidos para ambas. Aunque en este caso, Mueller contaba con un argumento adicional a su favor: que las etapas superiores nunca podrían probarse de forma fiable en tierra. Efectivamente, el comportamiento de un motor cohete, su eficiencia, el empuje que proporciona, está directamente relacionado con la altura para la que se ha diseñado su funcionamiento, al depender de la presión del aire en el exterior. Una segunda o tercera etapa de un vehículo lanzador están diseñadas para operar a una determinada altura, y los resultados que arrojen en pruebas en tierra nunca serán iguales a las prestaciones que desarrollarán a la altura prevista por el diseño. Por esta razón, para Mueller no tenía demasiado sentido perder el tiempo en ensayos estáticos, siendo un argumento adicional para su propuesta del «todo arriba».

 

90. Wernher von Braun delante de un Saturn V. Desde el primer lanzamiento, se probó completo, y todos los vuelos fueron un éxito.

 

Pero es que, además, para Mueller no era lógico utilizar lastre en las pruebas de las primeras etapas: si se utilizaba agua como lastre, el volumen de la parte lastrada tendría que ser muy inferior, dada la mayor densidad del agua frente al hidrógeno líquido que ocuparía la mayor parte del volumen en el lanzador final; ello supondría que el vehículo probado no tendría el mismo comportamiento aerodinámico que el real. Si se utilizaba la misma forma externa, con el lastre ocupando sólo una parte del interior, tampoco sería representativo, pues el comportamiento estructural (vibraciones, etc.) de una etapa parcialmente llena también sería diferente. Y si para evitar estos problemas se optaba por lastrar con hidrógeno líquido, entonces ¿por qué no añadir un motor que hiciera uso del mismo, y aprovechar para probarlo? Por encima de todo, había un objetivo claro: había que reducir el plazo de desarrollo, y eliminar ensayos intermedios aparecía como una de las mejores formas de lograrlo.
La discusión fue acalorada, pero finalmente von Braun cedió ante el criterio de su superior en la NASA. Mueller estaba plenamente convencido de su idea, sobre la que había reflexionado abundantemente, y cada argumento de von Braun encontraba otro por su parte para rebatirlo. Al terminar la reunión, la decisión estaba tomada: el Saturn V se desarrollaría bajo el concepto de ensayos «con todo arriba». Incluso un verdadero vehículo Apollo sería colocado como carga del lanzador, aprovechando también la ocasión para probarlo en el espacio. Aunque inicialmente reacio a esta filosofía de trabajo, con el tiempo el propio von Braun reconocería que, si no se hubiera hecho de esta forma, nunca hubiera sido posible llegar a la Luna en 1969.
Vientos de cambio

 

Aunque pueda parecer paradójico, ahora que la carrera de Wernher von Braun parecía estar llegando a su cúspide, ahora que desarrollaba un gigantesco y potente cohete capaz de enviar al hombre a la Luna, y ahora que dirigía lo que podríamos considerar como una de las industrias más potentes y avanzadas del país, ahora justamente era cuando la imagen mediática del ingeniero empezaba a declinar, eclipsada por los nuevos héroes del momento: los astronautas.

 

91. Von Braun y Oberth, nombrados doctores honoris causa por la Universidad Técnica de Berlín el 8 de enero de 1963.

 

Con el desarrollo del proyecto Mercury y el inicio del nuevo proyecto Gemini en 1964, los astronautas habían saltado a las portadas de las revistas y a las pantallas de la televisión, acaparando toda la atención del público norteamericano y, en menor medida, mundial. Ya no se necesitaban profetas del vuelo espacial: ahora ya era una realidad, y eran los astronautas, sus protagonistas, los que se habían convertido en los héroes para el pueblo.
Se trataba de un proceso lógico, y von Braun lo sabía. De hecho, era bueno que así sucediera: su objetivo había sido siempre ilusionar a las masas, transmitirles su pasión por el viaje espacial, ganarlas para su causa, para así arrastrar detrás a los gobiernos en la financiación de su sueño. Qué más daba si eran otros y no él quienes lo conseguían: para él, la fama no había sido sino un subproducto de la persecución de su sueño; agradable, sí, pero no había sido su objetivo. Pasar a un segundo plano no suponía para él ningún trauma, siempre que pudiera seguir entregándose a su verdadera pasión: el trabajo con los cohetes.
De todas formas, aunque eclipsado por los astronautas, von Braun no perdería nunca su vertiente pública, fuera a través de su participación en instituciones o mediante su labor de divulgador científico. A finales de 1966, Wernher von Braun había recibido diecinueve nombramientos como doctor honoris causa, y formaba parte, de forma nominal u honorífica, de dieciocho asociaciones profesionales diferentes. En su faceta de divulgador, nuestro hombre no dejaría de escribir artículos para revistas de nivel popular a lo largo de toda su vida. Von Braun no tenía interés en las publicaciones profesionales, sino en las populares: la divulgación del espacio al nivel del hombre de la calle era lo que a él le interesaba, lo que le divertía. Escribiría cientos de artículos para este tipo de revistas.
Pero el 22 de noviembre de 1963, un acontecimiento mucho menos agradable que los éxitos de los astronautas acapararía por completo la atención de la opinión pública, apartándola completamente del programa espacial: ese día, John Fitzgerald Kennedy era asesinado mientras desfilaba en un coche descapotable por las calles de Dallas.
El asesinato de Kennedy provocó una fuerte conmoción en el país, y también tuvo un fuerte impacto a nivel personal sobre von Braun. El presidente y él habían coincidido en numerosas ocasiones, la última hacía tan sólo algunos días, cuando el 16 de noviembre Kennedy había visitado las instalaciones de Cabo Cañaveral acompañado por nuestro protagonista. Entre ambos había nacido un sincero sentimiento de admiración mutua y, si bien es cierto que la muerte del presidente tuvo un enorme impacto emocional en toda la nación, en el caso de von Braun tenía, además, el impacto añadido de su relación personal. El día del funeral del presidente, día de luto nacional, von Braun acudió a su despacho del Marshall para adelantar algún trabajo atrasado; su secretaria lo acompañaba, a petición suya. Tras dictarle algunas cartas, pusieron la televisión para seguir en directo la ceremonia fúnebre. Según confesaría su secretaria en entrevistas años después, ésta fue la única ocasión en los muchos años que trabajaron juntos que vio a su jefe llorar.
En un plano más pragmático, la muerte de Kennedy también suscitaba serias preocupaciones entre los que trabajaban en el programa lunar de la NASA. Frente al entusiasmo generado por el reto lanzado por el presidente dos años atrás, en 1963 la situación comenzaba a enfriarse en los círculos del Congreso. Con la evolución de los programas Mercury y Gemini, la competición espacial con la Unión Soviética empezaba a aparecer algo más igualada y, superada la imperiosa necesidad de revancha de finales de los cincuenta y primeros sesenta, ahora los tremendos costes del programa lunar comenzaban a aparecer como un exceso para los responsables del gobierno. Preocupaciones mucho más terrenales, como la reciente crisis de los misiles cubanos, o el empeoramiento de la situación en Indochina que culminaría con la guerra de Vietnam, también alejaban del centro de atención gubernamental el programa lunar.
Justamente dos días antes del magnicidio, el Senado acababa de recortar 612 millones de dólares del presupuesto solicitado por la Casa Blanca para la NASA. El día siguiente, Kennedy iniciaba su viaje por Texas, aprovechando cada ocasión que se le presentaba para defender, en sus discursos, el programa espacial, aunque hoy sabemos que internamente también comenzaba a albergar dudas acerca de un proyecto de coste tan elevado, en un contexto internacional que ya no era el mismo que algunos años atrás. En cualquier caso, no tendría oportunidad de seguir debatiéndose internamente sobre el tema.
Con la muerte de Kennedy no fueron pocos en la NASA los que pensaron que podría morir también el programa Apollo. No podían estar más equivocados: el asesinato de Kennedy fue quizás la mejor póliza de seguros que se le podía hacer al programa lunar. Por una parte, Lyndon B. Johnson, su sucesor en la presidencia, era el mismo que había sugerido a Kennedy la idea de la misión lunar, y un gran defensor del programa espacial; pero, quizás más importante, en lo sucesivo la consecución del programa Apollo sería para todo el país un tributo al presidente asesinado, una victoria nacional que había que conseguir en memoria suya.
Seis días después del asesinato de Kennedy, el Centro de Operaciones de Lanzamiento de la NASA en Cabo Cañaveral sería rebautizado como Centro Espacial John Fitzgerald Kennedy. Durante años, incluso el accidente geográfico de Cabo Cañaveral sería conocido como Cabo Kennedy.
A toda máquina

 

Entre 1963 y 1967, el Centro Marshall trabajaría a toda máquina para poner a punto los nuevos lanzadores Saturn IB y Saturn V. El primero se emplearía para las misiones orbitales, primeras misiones tripuladas con la cápsula Apollo a la órbita terrestre. El segundo era el destinado a llevar a cabo las misiones lunares. Las primeras pruebas, no tripuladas, del Saturn IB se llevarían a cabo durante 1966, mientras que la primera prueba con el Saturn V tendría que esperar hasta finales de 1967.
Durante estos años de desarrollo, von Braun estaría, como lo estuvo siempre, profundamente entregado a su trabajo, pero sin dejar de lado sus hobbies, sacando tiempo para las vacaciones, para divertirse y para viajar.
Durante sus años en la NASA, Wernher von Braun mantendría viva su antigua pasión por volar. A pesar de no contar con un avión privado, cualquier ocasión era buena para practicarla, y cualquier aparato resultaba adecuado: pequeñas avionetas, reactores ejecutivos, transportes pesados, antiguos bombarderos reconvertidos, o modernos cazas a reacción del ejército. Utilizando su encanto personal, y su elevada posición, nuestro hombre conseguiría a menudo que le dejasen ponerse a los mandos de los más variopintos aparatos. Aparte de pilotar los aparatos que la NASA ponía a disposición del Centro Marshall, von Braun aprovechaba, por ejemplo, sus visitas a subcontratistas como McDonnell Douglas o Boeing para conseguir que le dejasen probar sus últimos prototipos; o convencía a los pilotos de los cargueros que transportaban material al Marshall o a Cabo Cañaveral para que le permitieran darse una vuelta a los mandos. Sus habilidades como piloto estaban a un nivel prácticamente profesional, y su actitud a los mandos era similar a la que tenía conduciendo coches: siempre atemorizando a sus pasajeros con su pilotaje agresivo. Volar era para él una pasión.
Otra de sus pasiones, descubierta ya en los Estados Unidos por mediación de su amigo Arthur C. Clarke, sería el submarinismo. Le encantaba bucear siempre que tenía ocasión, ya fuera en busca de pecios o para practicar la pesca submarina. En sus frecuentes viajes de trabajo a California o Florida, siempre hallaba un rato para dedicarlo a esta afición, fuera solo o acompañado.
También la caza sería practicada con entusiasmo por nuestro protagonista. En los alrededores de Huntsville, se limitaba a la caza menor: faisanes, patos, perdices o similares. Pero si se presentaba la ocasión, y se solía presentar a menudo, invitado por amigos o conocidos, también podía cazar venados o incluso osos. Hasta llegó a realizar un viaje a Centroamérica con el único objetivo de cazar jaguares.
Y es que viajar era otra de sus grandes pasiones. No importaba que su trabajo ya le obligase a pasarse media vida viajando: cuando podía, también lo hacía por placer. Fuese por unos motivos o por otros, Wernher von Braun recorrió medio mundo, o incluso podríamos decir, de forma literal, que se recorrió el mundo entero: en diciembre de 1961 dio la vuelta al mundo, acompañado de su amigo Carsbie C. Adams. La excusa fue una invitación que había recibido de una universidad australiana para impartir una serie de clases magistrales. Inicialmente, pensó en aprovechar el viaje para hacer una escala en Alemania y visitar a sus padres pero, ya puestos, ¿por qué no hacer más escalas de turismo, en su ruta hacia el este de camino a Australia, y luego volver a los Estados Unidos por la costa oeste, dando la vuelta al mundo? Así lo hizo: comenzando en Huntsville, su recorrido lo llevaría a Atlanta, Nueva York, Londres, Múnich, Estambul, Beirut, Teherán, Nueva Delhi (con recorrido por varias otras ciudades de la India), Katmandú, Bangkok, Sidney, Honolulu, Los Ángeles y, finalmente, Huntsville de nuevo. Un apretado programa para dos semanas y media robadas al proyecto Saturn y dedicadas al simple placer de hacer turismo.

 

 

 

92a-92b-92c. Pilotar todo tipo de aviones, practicar el submarinismo, cazar, pescar, viajar a la Antártida... Wernher von Braun gustaba de disfrutar la vida en toda su intensidad.

 

Éste sería quizás el viaje más espectacular, por su extensión, pero no necesariamente el más exótico. En otras ocasiones viajaría a Alaska, a la Gran Barrera de Arrecifes en Australia, a las islas griegas, a África, o, incluso, a la Antártida. Alguno de estos viajes los hizo con su mujer, María y los niños, pero en la mayor parte de los casos estuvo acompañado de amigos o colegas. Y es que von Braun no era lo que se dice un hombre extremadamente familiar: tenía una pasión desmedida por aprovechar la vida al máximo, por experimentar todo lo que la vida pudiera ofrecer, y se esforzaba por exprimirla hasta la última gota. Lógicamente, en este esquema no solía encajar bien una familia. Afortunadamente para él, su mujer lo entendía y lo aceptaba... o quizás simplemente se adaptaba al papel que tenía la mujer en aquellos años: sufrida ama de casa y amante esposa.
La navegación, la pesca, el esquí acuático o montar a caballo eran también actividades que completaban su amplia serie de aficiones. Todo ello sin olvidar la música, actividad en la que ya destacó desde pequeño, y cuya práctica mantuvo a lo largo de su vida. Dentro de ese ansia por exprimir la vida al límite, también se encontraba el ansia por conocer, por aprender, cualquiera que fuese el tema. Wernher von Braun era un lector empedernido, ya se tratase de historia, filosofía, o incluso biología. Esto hacía del ingeniero un hombre extremadamente culto, capaz de mantener conversación (otra de sus mayores aficiones) con cualquier persona sobre prácticamente cualquier tema. Muchos de los hombres que lo conocieron a lo largo de su vida se han declarado sorprendidos al encontrar su biblioteca no llena de obras técnicas o científicas, como habrían esperado, sino de libros que iban desde los clásicos griegos a historia de las religiones. La lectura era una pasión de nuestro protagonista a la que se aplicaba en cualquier ocasión: en los trayectos con chófer del trabajo a casa, en los vuelos durante sus viajes de trabajo, o descansando en la cubierta del barco en las pausas de sus excursiones submarinistas. Pero no sólo era la lectura: cualquier momento era bueno para, por ejemplo, practicar idiomas escuchando cintas de audio, o cualquier otra actividad que sirviese para aumentar sus conocimientos en general.

 

 

93a-93b. Incluso el trabajo podía proporcionarle a von Braun momentos de relajación y diversión. Así, no dudaba en experimentar la ingravidez en vuelos parabólicos, o en vestirse trajes espaciales para probarlos en la piscina donde practicaban los astronautas.

 

Y es que Wernher von Braun encontraba tiempo para todo. Pero su secreto era sencillo: no podía estar nunca ocioso. Su tiempo de ocio, en vez de dedicarlo a descansar en su sillón o a ver la televisión, lo empleaba en sus hobbies, y esos hobbies eran precisamente la lectura, la escritura, o los deportes anteriormente comentados. Esta actitud ante la vida también le recompensaría económicamente: sus ingresos por actividades extralaborales llegaban a igualar o incluso a superar el sueldo que recibía de la NASA. Artículos, conferencias, o actividades de consultoría externa serían actividades que mantendría a lo largo de toda su vida, principalmente porque disfrutaba haciéndolo, pero que en paralelo le otorgaban un nivel económico que compensaba la diferencia entre el sueldo público que recibía de la NASA y el que hubiera ganado en una empresa privada. Precisamente por esta razón, la propia agencia espacial toleraba sin protestas estas actividades: sabían que, de haberlo querido, von Braun podría abandonarles para ganar fácilmente el doble en cualquier empresa aeronáutica.
Así pasaron los años de desarrollo del Saturn, años de duro trabajo en los que siempre encontró momentos para disfrutar de la vida. Y es que nuestro hombre incluso sabía mezclar trabajo con placer: durante toda la década de los sesenta mantuvo la costumbre de acudir a una céntrica cervecería de Huntsville acompañado de sus colaboradores más cercanos al terminar el trabajo. La cervecería había abierto en 1964, y pronto encontró en los antiguos alemanes unos clientes fijos: prácticamente todos los días, a partir de las cinco o las cinco y media de la tarde, caían por allí siete u ocho de los antiguos «peenemünderos» invariablemente acompañados por Wernher von Braun. Allí tenían un apartado reservado, donde se reunían todos ellos alrededor de varias cajas de cervezas, discutiendo problemas técnicos y dibujando diagramas y cohetes sobre las cajas de cartón vacías. La rutina se mantendría invariable durante años, en lo que para ellos era una reminiscencia de las reuniones en las biergarten alemanas de sus años de juventud. Y es que hay costumbres que no se pierden nunca...

 

94. Wernher von Braun, delante de las toberas de los motores F-1 de un Saturn

 

Finalmente, el Saturn

 

El desarrollo del formidable Saturn V fue, como hemos dicho, una labor titánica que involucró de una forma u otra a buena parte del país. Las características del nuevo cohete eran abrumadoras: 110 metros de alto (prácticamente lo mismo que la torre Picasso de Madrid, o más que la estatua de la Libertad con su pedestal incluido), diez metros de diámetro en su base, 3.000 toneladas de peso, y un empuje de 3.400 toneladas al despegue. La potencia de una sola de las bombas encargadas de enviar combustible a uno de sus cinco motores F-1 de la primera etapa, era equivalente a la de treinta locomotoras. Y la potencia generada por estos cinco motores a la vez equivalía a la que proporcionarían nada menos que ochenta y cinco presas Hoover, una de las más grandes del mundo, en el río Colorado, cerca de Las Vegas.
Durante el desarrollo de este imponente lanzador, Wernher von Braun había hecho de la calidad y la precisión su máxima absoluta, algo de lo que se encargaría de concienciar a todos y cada uno de sus trabajadores tanto en los centros de la NASA como en los de los subcontratistas. Para von Braun, no bastaba con hacer las cosas bien: había que hacerlas perfectas. Como no cejaría de recordar a todos sus colaboradores, en la actividad espacial no existía el «98 % de éxito»: o se alcanzaba la órbita requerida, o no se alcanzaba. Era el éxito o el fracaso. No había lugar para la imperfección.
Se trataba de unas declaraciones sin duda algo demagógicas, pero convincentes y claras, y que transmitían el mensaje apropiado: en la actividad espacial, y especialmente en la tripulada, el fallo no es una opción.
Sin embargo, la historia nos demuestra una y otra vez que el fallo siempre está presente, habitualmente donde menos se espera. En el caso del proyecto Apollo, se presentó donde nadie habría pensado que existiera peligro: durante un teóricamente inofensivo ensayo de la nave Apollo en tierra.
Era el 27 de enero de 1967, y los astronautas Virgil I. Grissom (veterano de los programas Mercury y Gemini), Edward H. White (primer astronauta norteamericano en realizar un paseo espacial durante el programa Gemini) y Roger B. Chaffee (un joven astronauta que aún no había realizado su primer vuelo espacial) se disponían a hacer una simulación de lanzamiento de su misión. Ésta, la denominada misión AS-204, sería la primera misión tripulada Apollo a la órbita terrestre, y debía llevarse a cabo al mes siguiente. Su principal objetivo era probar las operaciones de lanzamiento, el seguimiento y control desde tierra, y el buen funcionamiento en todos los sentidos de la combinación Saturn-Apollo.
En preparación para esta primera misión tripulada debía efectuarse una simulación del lanzamiento el día 27 de enero. Para ello se situaría la nave sobre el lanzador Saturn IB que debía enviarla un mes más tarde al espacio, estando éste a su vez situado en posición de lanzamiento sobre la plataforma, en el Centro Espacial Kennedy, en Florida. Se trataba de verificar que todos los sistemas funcionaban correctamente de cara a la próxima misión. La única diferencia con un lanzamiento real era que no se había cargado el propulsante del cohete Saturn.
En estas condiciones, nadie hubiera podido imaginar que la prueba terminaría en tragedia. Sin embargo, algunas horas después de iniciado el ensayo, un fuego fortuito se inició por razones desconocidas (probablemente una chispa eléctrica) en el interior de la nave Apollo, propagándose velozmente en la atmósfera de oxígeno puro, y matando a los tres astronautas antes de que los técnicos que contemplaban estupefactos la escena desde el exterior tuvieran tiempo de socorrerlos.
El accidente provocó una fuerte conmoción en el seno de la NASA, y retrasó unos diez meses el programa Apollo. Tras finalizar la investigación, la nave fue sometida a una profunda revisión de diseño para reducir la presencia de materiales inflamables en su interior, y evitar en lo posible la producción de chispas fortuitas. El msc, en Houston, fue el centro más afectado, al ser el directo responsable de la nave Apollo (junto con el subcontratista, North American), pero todos se verían afectados de una forma u otra, no sólo por el impacto psicológico del accidente, sino también por el retraso que impuso al proyecto.
La tragedia sorprendió a los principales dirigentes de la NASA, incluido Wernher von Braun, de reunión rutinaria en las oficinas centrales de la agencia en Washington. Realmente, acababan de terminar la reunión y se preparaban para cenar juntos, cuando los teléfonos comenzaron a sonar para anunciarles los trágicos hechos. Fue un duro golpe para todos los involucrados en el proyecto Apollo. Y, aunque sin relación directa con ello, y aunque el programa realmente aún no había comenzado, podemos decir que, de algún modo, el accidente del Apollo 1 marcó el comienzo del declive del proyecto Apollo, y de todo el programa espacial norteamericano.
El declive del apoyo político

 

Mediada la década de los sesenta, el pueblo norteamericano había empezado a dejar de soñar con aventuras espaciales. Con el proyecto Gemini, la sensación de retraso con respecto a los rusos había empezado a cambiar en sentido contrario. Durante el transcurso de este proyecto, los norteamericanos habían conseguido progresivos logros en el espacio, sin que los soviéticos mostrasen apenas actividad espacial durante esos años. De este modo, la competición por la llegada a la Luna empezó a no ser tan importante en la vida de los estadounidenses, mientras que problemas más cotidianos, como la recientemente iniciada guerra de Vietnam, acaparaban su atención. En el Congreso, la situación era similar: el proyecto Apollo estaba consumiendo unos recursos económicos que serían mejor empleados, a criterio de los políticos, en apoyar a las fuerzas armadas norteamericanas en el sudeste asiático. Atrás quedaban los años de competitividad para igualar las hazañas del Sputnik y de Gagarin; en la segunda mitad de la década, los Estados Unidos habían demostrado al mundo estar, cuando menos, igualados con los rusos en materia espacial, y los problemas que estaban teniendo lugar abajo, en la Tierra, demandaban mayor atención que los sueños espaciales de Wernher von Braun y sus colegas de la NASA.
Los primeros efectos comenzaron a apreciarse en 1966, cuando aún el programa Apollo no había despegado del suelo. Ya entonces, el gobierno norteamericano empezó a aplicar pequeños recortes presupuestarios a lo que hasta entonces había sido poco menos que «barra libre» en cuestión de gasto espacial para batir a los rusos en su terreno. Percibiendo el peligro, Wernher von Braun comenzaría una campaña de concienciación pública advirtiendo de la situación: «Nuestro principal esfuerzo en la actualidad es comenzar a destruir la capacidad que hemos creado para poner a un hombre en la Luna», declararía a los periodistas. Para nuestro protagonista empezaba a estar claro que, tras el alunizaje, todo terminaría; no se cansaría de repetir que «pasar una noche en la Luna y no volver nunca más tiene tan poco sentido como construir una línea férrea para hacer un solo viaje de Nueva York a Los Ángeles». Llegado 1968, sus declaraciones a la prensa serían aún más claras, al señalar que los presupuestos «han ido bajando y bajando y bajando durante los tres últimos años. Puede que les sorprenda escuchar esto, pero durante los dos últimos años, mi principal esfuerzo en el Centro Marshall ha sido seguir las órdenes de destruir la estructura industrial que hemos ido construyendo con un gran esfuerzo del contribuyente, hacerla desaparecer de nuevo. Parece que el único propósito es asegurarse de que para 1972 no quede nada de nuestra capacidad. Ése es mi principal trabajo en estos momentos. Y ni siquiera hemos puesto aún un hombre sobre la Luna».
Pero, pese a los esfuerzos de nuestro protagonista, esta vez su mensaje no parecía calar en la sociedad. Desde 1965 hasta 1967, los rusos no habían llevado a cabo ninguna misión espacial tripulada, mientras que los norteamericanos habían logrado un éxito tras otro con su programa Gemini. Cuando los soviéticos lanzaron la Soyuz 1 en 1967, la misión terminó en desastre, con la muerte de su ocupante, el cosmonauta Vladimir Komarov. No había pruebas de que los rusos estuviesen inmersos en una carrera por llegar a la Luna, y el pueblo americano empezaba a pensar si no estarían compitiendo contra un fantasma, corriendo ellos solos en una carrera absurda a un coste impresionante. Sólo el homenaje a la palabra de John Fitzgerald Kennedy, el presidente asesinado, parecía seguir manteniendo un programa lunar que empezaba a parecer un sinsentido en muchos círculos del gobierno, e incluso de la sociedad norteamericana.
Entre tanto, en la Tierra, problemas más mundanos centraban la atención popular y del gobierno: el 4 de abril de 1968 era asesinado Martin Luther King, en medio de la campaña de lucha por los derechos civiles de los ciudadanos de color. El 5 de junio, el hermano de John F. Kennedy y candidato demócrata a la presidencia, Robert Kennedy, era también asesinado en Los Ángeles. En Vietnam, lo que en un principio se había considerado como una campaña fácil, empezaba a complicarse seriamente para los norteamericanos en 1968, a la vez que movimientos de protesta contra este conflicto comenzaban a aparecer en los Estados Unidos. Los reveses de la guerra hacían que Lyndon B. Johnson, el gran defensor del programa espacial, renunciase a la reelección en los comicios presidenciales a celebrar ese mismo año. En noviembre, el republicano Richard Nixon ascendía a la presidencia del país, con la guerra y el creciente déficit como asuntos prioritarios. Entre la juventud, que una década atrás había quedado extasiada por los cohetes y las historias de ciencia ficción, el movimiento hippy, con su «sexo, drogas y rock and roll» copaba ahora la principal atención. Estaba claro que todo ello no auguraba buenos tiempos para el programa espacial.