Permítanme emitir y controlar la moneda de una Nación y no me preocuparé por quién haga las leyes.
MAYER ANSELM ROTHSCHILD (1743-1812)
Los “anglosajones”
En los albores del siglo XX se consolidaban en los Estados Unidos las ideas filosóficas, esotéricas y seudocientíficas tendientes a asegurar que había hombres superiores e inferiores, los primeros con naturales derechos sobre los segundos.
Esta ideología segregacionista estaba grabada a fuego en la cultura inglesa, que se la transmitió a sus hijos de América. Alemanes y británicos acuñaron el término “anglosajón” — un rótulo muy utilizado a principios del siglo XX—, una etiqueta conjunta que implicaba mostrarle claramente al resto cuál era el grupo étnico elegido por la Providencia para gobernar el mundo.
[Durante esa época] la etnología pervertida y la historia deformada, que estaban convenciendo a los alemanes de que eran una raza maravillosa y aparte, fueron imitadas por algunos (demasiados) escritores ingleses, que comenzaron a exaltar una nueva invención etnológica, el “anglosajón”. Esta notabilísima mezcla fue presentada como el ápice de la humanidad, corona y premio del esfuerzo acumulado de griegos, romanos, egipcios, asirios, judíos, mongoles y demás ruines precursores de su esplendor blanco.1
Por ejemplo, en 1910, Winston Churchill — quien tras su paso por la armada británica en la Primera Guerra llegaría, en los años cuarenta, a convertirse en el principal estadista inglés de todos los tiempos— declaró:
[...] el rápido crecimiento antinatural de los débiles mentales unido a una restricción en el aumento de las razas enérgicas y superiores constituye un peligro nacional y racial. Nunca se exagerará hablando de este problema. La fuente de esta insania debe ser cercenada y sellada con celeridad.
Y cuando fue secretario de Colonias, en 1919, afirmó: “No comprendo a quienes dudan sobre el uso del gas. Favorezco decididamente el uso de gases venenosos contra las tribus incivilizadas”. Churchill “aborrecía a los pueblos árabes y a los hindúes, deseaba desplazar a los negros de Australia y a los pieles rojas de Norteamérica”.2
Imperialismo
Desde sus orígenes, los Estados Unidos — forjados con el trabajo y el esfuerzo de miles de inmigrantes europeos, en especial sajones y británicos— fueron una nación de neto corte racista. Ese país ostenta el récord de haber sido el más importante comprador de esclavos del mundo. Se pretendía con ellos satisfacer la demanda de mano de obra para las labores agrícolas, especialmente, en los estados sureños. Desde la isla de Gorée, frente a las costas africanas de Senegal, se organizó el tráfico de esclavos hacia los Estados Unidos. Se estima que a partir del siglo XVII y hasta 1863, cuando se abolió la esclavitud, se trasladaron más de veinte millones de esclavos negros desde África. Estos hombres, que carecían de los más elementales derechos civiles, fueron el motor de la economía, mano de obra gratuita y obediente, en particular en las plantaciones de algodón, tabaco y arroz.
La esclavitud está basada en la discriminación racial, una de las características que desde sus orígenes acuñó en su seno la sociedad norteamericana para la población negra, un estigma que se mantuvo incluso hasta tiempos recientes. La historia de los estadounidenses, además, está manchada de sangre por el gran genocidio indígena — también consecuencia de la discriminación racial— que fue llevado adelante primero por los colonos anglosajones, luego implementado como una política de Estado, y que significó la aniquilación de millones de nativos.
Se estima que, a principios del siglo XVII, había entre ocho y diez millones de habitantes indígenas en los Estados Unidos. En 1800, veinticuatro años después de haberse proclamado la independencia, quedaba aproximadamente un millón. En los Estados Unidos los pocos aborígenes que no fueron asesinados quedaron recluidos en reservas, las que no tenían ningún servicio, y en condiciones infrahumanas. Verdaderos campos de concentración.
A esos dos antecedentes sociales con impronta negativa — genocidio indígena y esclavitud— se les debe agregar la insaciable vocación imperialista de los Estados Unidos, que comenzó a manifestarse en 1846 con la ocupación de vastas extensiones del noroeste de México, país con el que mantuvo una guerra que se extendió durante años. Con batallas, bloqueos, invasiones, acuerdos y tratados por medio, el resultado fue exitoso para Washington, ya que los norteamericanos lograron adueñarse de los vastos territorios de Texas, Arizona, Nuevo México y California, entre otras zonas. Áreas que, entre sus riquezas, guardaban en su subsuelo importantes yacimientos mineros y petrolíferos.
La política de expansionismo estadounidense también incluyó un accionar persuasivo, no bélico, cuando lograron comprar el territorio de Alaska, al Imperio Ruso, a partir de negociaciones llevadas adelante entre los funcionarios norteamericanos y el zar Alejandro II. Este último temía que esa inmensa región, hasta entonces en manos de los rusos, fuera invadida por Gran Bretaña, que no disimulaba su pretensión. El zar pensaba que, si esto sucedía, no podría defender esa zona por la carencia de las fuerzas necesarias para enfrentar a los británicos. El acuerdo por Alaska se alcanzó en 1867 y significó el compromiso de los Estados Unidos a pagar siete millones doscientos mil dólares por una superficie de un millón y medio de kilómetros cuadrados. Fue un buen negocio. (Antes, en 1803, los norteamericanos habían comprado Louisiana a los franceses.)
La incipiente política expansionista de la nación del norte comenzó a hacerse cada vez más notoria con sus posteriores intervenciones directas en Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, tras la firma de un tratado de paz entre los Estados Unidos y España — con la que estuvo enfrentada durante años—, que hasta ese momento detentaba el dominio de esas islas (también los norteamericanos les arrebatarían a los españoles Hawai y Guam).
Por otra parte, al finalizar el siglo XIX se producían grandes cambios en la economía mundial, en especial en los Estados Unidos, donde un grupo de inmigrantes europeos — en su mayoría sin grandes recursos y que había cruzado el Atlántico para “hacer la América”— comenzaba a prosperar de forma vertiginosa en el marco de las leyes de la libre competencia.
El Nuevo Continente estaba virgen con respecto a la explotación de sus recursos, y para las nuevas empresas se abría un camino ilimitado. Desde Europa se veía con cierta envidia el desarrollo de la industria en los Estados Unidos, ya que esa nación amenazaba con convertirse en una gran competidora de las potencias tradicionales, como, por ejemplo, Gran Bretaña.
El progreso de la nación norteamericana parecía demostrar la certeza de uno de los vaticinios del economista alemán Karl Marx — padre del socialismo científico y del comunismo— con respecto a cómo evolucionaría el sistema capitalista de “libre competencia”, al irse concentrando los grandes capitales en unas pocas manos. Precisamente, eso es lo que estaba ocurriendo: los colonos más astutos consiguieron, mediante distintos métodos, monopolizar sus negocios e industrias y, de este modo, lograr magníficas ganancias.
En 1872, Marx había anticipado:
[...] la evolución del modo de producción capitalista lleva consigo necesariamente una centralización y concentración del capital. La dimensión media de la empresa aumenta constantemente; un elevado número de pequeñas empresas es eliminado en la competencia por un pequeño número de grandes empresas... En la competencia, las grandes empresas aplastan a las pequeñas... la historia del capital es la de la destrucción de la propiedad de la mayoría en beneficio de la propiedad de una minoría cada vez más restringida.3
Este nuevo fenómeno dio origen a los primeros Trust (o Cartels). Las fusiones del capital bancario con el industrial fueron los cimientos de las corporaciones monopólicas que, con el correr del tiempo, llegarían a tener más poder incluso que los gobiernos nacionales. Nació así una aristocracia financiera cuyos miembros ocuparon los principales cargos directivos de las empresas y sociedades que luego dominarían el funcionamiento del sistema. Aquí comienzan a aparecen los nombres de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie, Duke, Morgan, Guggenheim y Mellon; así como los de las industrias General Electric, General Motors, Standard Oil, DuPont, US Steel y Asarco. Durante esos años se construyó la red de ferrocarriles más grande del mundo (que permitió llegar a las zonas alejadas de los Estados Unidos) y se crearon los primeros grandes bancos como el American Bank, el Chase Manhattan y el First National City Bank.
El poder creciente de los emprendimientos privados sentenció a muerte la etapa del capitalismo liberal, de competencia del mercado, fundamentada en preceptos morales, ideológicos y filosóficos. Hasta ese momento se pensaba que el juego de la oferta y la demanda — basado en la libertad de decisión de los actores de la sociedad— era la panacea de la economía.
El liberalismo económico, imperante en la época, defendía la no intromisión del Estado en las relaciones mercantiles. Se pensaba que esa falta de injerencia aseguraba la igualdad de condiciones de todos los individuos, y que esto, a su vez, creaba el marco para una competencia perfecta, base de la sociedad moderna, en la que tanto el consumidor como el productor serían libres de elegir. Pero los primeros teóricos fanáticos de la economía liberal no habían previsto (¿o quizá sí?) la entrada en juego de una nueva variante: el poder acumulado, en muy escaso tiempo, en unas pocas manos privadas.
Se comenzaba a entrar en la era de los monopolios. Las quiebras de las empresas menores y las fusiones caracterizaron esta etapa durante la cual la riqueza estuvo cada vez más concentrada. Claro que no se le dijo a la sociedad estadounidense que para entonces el capital se estaba comenzando a aglutinar en unas pocas empresas. Éstas siguieron adulando al liberalismo y haciendo especial hincapié en la no intervención del Estado en la economía, ya que la regulación del mercado por parte estatal podía arruinar buenos negocios.
Así, a principios del siglo XX, la estructura financiera de los Estados Unidos tenía como principales actores a la Standard Oil, empresa de los Rockefeller, y al complejo Morgan que administraba compañías industriales, bancarias y de transportes. El financista de ambos era el famoso clan Rothschild, que tras hacer fabulosos negocios en Europa y en otras partes del mundo, por caso China y Rusia, ahora apuntaba de lleno al Nuevo Mundo.
El clan Rothschild
En ese entonces, en Europa se destacaba la metodología del banquero judío-alemán Mayer Anselm Rothschild (17431812), quien fundó en la segunda mitad del siglo XVIII una casa bancaria en Hesse-Nassau, Prusia. Sobre los orígenes de este grupo se sabe:
[...] el viejo Rothschild colocó la base para la gigantesca fortuna de su casa en Francfort alrededor del año 1800, sin poseer una importante fortuna propia, simplemente mediante el préstamo de los millones que el landgrave Guillermo I de Hesse le había entregado en custodia.4
La banca Rothschild fue pionera en desarrollar la habilidad de crear conflictos entre los reinos para que se generaran guerras. De este modo, los Rothschild se convertían en prestamistas de los monarcas en conflicto para que pudieran comprar las armas que ellos mismos les vendían. En 1800:
[...] los Rothschild pasaron a convertirse en agentes de la corte del emperador austríaco en Viena. Su actividad más remuneradora seguía siendo el movimiento de dinero, siempre que era posible a través de letras de cambio más que de sacas, entre Gran Bretaña y el continente. También iban haciéndose cargo, en creciente proporción, de las inversiones de su príncipe, a menudo en forma de préstamos a otros Estados. A veces se esperaba de los Rothschild que guardasen en secreto el nombre del príncipe a la hora de hacer la transacción, y que se reservasen el papel del intermediario. Su fama y las comisiones que cobraban crecían a un mismo ritmo.5
Rothschild desarrolló una excepcional habilidad, mediante el manejo especulativo de las finanzas, para hacerse millonario, en especial utilizando letras de cambio. En 1810, los Rothschild hicieron un pacto por el cual se estableció una sociedad familiar que preveía el reparto de las ganancias entre padres e hijos. Mayer, el patriarca del clan, falleció en 1812, tras haber financiado a los absolutistas y contrarrevolucionarios, amasando una inmensa fortuna con la producción y venta de armas, así como con la financiación de las guerras coloniales en todo el mundo.
A la muerte del viejo Rothschild, asumió la dirección de la casa matriz su hijo mayor Anselm. En tanto sus cuatro hermanos se ocuparon de las sucursales: Salomon en Viena, Nathan en Londres — desde donde facilitó a los británicos los fondos necesarios para luchar contra Francia—, Charles en Nápoles y Jacob en París. Esta ubicación de los hermanos en centros neurálgicos del continente le dio al clan familiar una visión global internacional, lo que les facilitó la financiación de empresas y la realización de inversiones en otras partes del mundo.
Otra característica del grupo fue la de concentrar el poder con uniones interfamiliares: de dieciocho casamientos de nietos de Mayer Anselm Rothschild, dieciséis serían matrimonios entre primos hermanos. El capital de la sociedad Rothschild fue creciendo desde 9.900 libras, en 1797, hasta 1.772.000 libras, en 1818. En 1815 el imperio austríaco les otorgó el título de barones, debido a los favores y préstamos que la familia había facilitado a las autoridades. El clan, mediante sus préstamos e inversiones, tenía injerencia en Francia, España, Bélgica, Austria, Gran Bretaña, Estados Unidos, Rusia y China. Así, para esa época:
[...] los poderes de los Rothschild se resumían en un dominio abrumador de las herramientas de financiación pública, de las que van a depender cada vez más las precarias economías de los Estados europeos de inicios del siglo XIX; todo lo cual les daría un peso específico trascendental en el nuevo marco político-económico que se va a imponer tras el ciclo de las guerras napoleónicas, concediéndoles por extensión el título honorífico de “Banqueros de la Restauración”.6
A partir de mediados de ese siglo, el Vaticano — tal como lo habían hecho varios monarcas del Viejo Continente— también debió recurrir a los préstamos de la familia Rothschild. La ayuda financiera a la Iglesia
[...] surgió en 1848, cuando la rebelión local unida a las aspiraciones italianas de reunificación e independencia sacó al Papa de sus Estados romanos, lo que provocó que la Iglesia necesitase cuantiosas sumas de dinero a intereses asumibles a fin de restablecer la residencia papal en Roma.7
El poderoso clan, mientras por un lado financiaba a la Iglesia católica, por el otro impulsaba la sociedad secreta de los Illuminati de Baviera, esotérica y antirreligiosa, que años después desembarcaría en los Estados Unidos bajo la forma de la secta Skull & Bones. Esta conducta dual siempre les dio buenos resultados a los Rothschild.
Nathan fundó el grupo Royal Dutch Shell y su poder sería tal que llegaría a fijar los precios del petróleo que su familia monopolizaba en Europa y los Rockefeller, en América.
En 1882, Federico Lane, agente de los Rothschild en Londres, creó la Consolidated Petroleum Company, que vendía petróleo de los grandes productores. Un año después, los Rothschild inauguraron la petrolera Caspian and Black Sea Company, en sociedad con los Nobel, la familia del inventor de la dinamita.
[Los Rothschild] en 1886 se habían convertido en una fuerza con la que había que contar tanto en relación con el petróleo de Rusia como con el del resto del mundo. Para ello trabajaron a través de una compañía que fundaron con el nombre de Société Commerciale et Industrielle de Naphte Caspienne et de la Mer Noire, más conocida por su nombre ruso de Bnito. Entre Bnito y los Nobel, a principios de la década de 1890, el petróleo ruso equivalía casi al treinta por ciento del mercado mundial, mientras que el resto provenía de la Standard Oil de John D. Rockefeller.8
Los precios del petróleo eran fijados por los Rothschild, en Londres, donde compraban todo el querosén del mercado, pagando por anticipado a los productores. Entre las familias Rothschild y Rockefeller, en 1900, acaparaban casi la totalidad del petróleo mundial. La cabeza de la rama francesa de los Rothschild, el barón Edmond de Rothschild (1845-1934) apoyó con cuantiosos fondos la creación de colonias de judíos en Palestina.
Los Rothschild estaban dispuestos a hacer crecer su riqueza y para ello no dudaron en desembarcar en Norteamérica:
Fueron los Rothschild quienes decidieron ingresar en los Estados Unidos financiando a clanes familiares a los que observan mucho tiempo antes de otorgarles fondos para sus emprendimientos, y que resultaban “amigos incondicionales”: los Rockefeller — también de ascendencia judeoalemana como los Rothschild—, los Morgan, los Carnegie, los Harriman, etcétera.9
Así fue que, a sabiendas de ello, los Rothschild y sus préstamos, vía estos magnates, con el transcurso de los años terminarían financiando el surgimiento del Tercer Reich.
Los Rothschild fueron el cerebro de la redituable estrategia de fabricar conflictos bélicos, para luego ayudar económicamente a los dos bandos que los disputaban. Esa manera de ganar dinero ya les dejaba buenos dividendos durante el siglo XIX, y con la industria bélica moderna se convirtió en una fabulosa forma de amasar fortunas durante las dos grandes contiendas mundiales.
Los trusts mayores
A principios del siglo XX, como consecuencia de la habilidad de los más astutos inmigrantes anglosajones que supieron aprovechar el momento, el centro financiero del mundo se desplazó de Gran Bretaña a los Estados Unidos, a regañadientes de Londres que no quería perder su histórica supremacía mundial.
Algunas alianzas estratégicas establecidas entre Rockefeller y Morgan — que competían pero que se respetaban y hasta realizaban negocios juntos— permitieron aglutinar y potenciar el poder de ambos en Wall Street — corazón financiero y sede de la Bolsa de Valores de Nueva York— y, mediante empresas interrelacionadas, dominar la economía norteamericana con anhelos de hacer lo propio a nivel internacional.
La Morgan — originariamente fundada en 1838 en Londres, como George Peabody and Co.— tenía un rol importante en las finanzas mediante el National Bank of Commerce y el Chase National Bank. También administraba la New York Life Insurance — una compañía de seguros— y la poderosa Guaranty Trust Company (esta última, a principios del siglo XX, estaba en manos de la familia Harriman, pero fue comprada en parte por Morgan en 1909, cuando murió Edward Henry, el fundador de ese poderoso clan). Además, Morgan adquirió acciones de las compañías de seguros de vida Mutual Life y New York Life, y asimismo participaba activamente en el monopolio del caucho y en las industrias del acero y de la energía eléctrica (General Electric). También administraba empresas navieras y de ferrocarriles.
En tanto, el grupo Rockefeller, mediante la Standard Oil, tenía injerencia financiera en el National City Bank y el control de la United States Trust Company y el Hanover National Bank, así como otros bancos menores. Además, era propietario de las compañías de seguros más importantes: la Equitable Life y la Mutual of New York.
Rockefeller conservaba el control del petróleo y de las grandes industrias; en especial las fundiciones, el tabaco y el cobre, así como empresas de servicios públicos. Este pool ejercía su influjo en algunas empresas de los Morgan, tales como la US Steel Corporation y cientos de grupos empresariales medianos.10
Morgan absorbió seis compañías monopólicas y, al final de la Primera Guerra Mundial, el Guaranty Trust y el Bankers Trust — ambos controlados por el mismo Morgan— se habían convertido en el primero y el segundo de los trusts más grandes de los Estados Unidos.11
Mediante una intricada trama de intereses, los monopolios controlaban empresas más pequeñas:
[...] satélites o filiales de los grupos financieros poderosos, dependientes a su vez de dos de los grandes imperios gigantes, el Rockefeller y el Morgan. Estos dos grandes grupos son el corazón del aparato económico y comercial de la nación.12
Para ese entonces
[...] la comunidad judía en Wall Street había crecido en poder, además de los Guggenheim, estaban los Loeb, Kuhn, Speyer, Schiff, Lehman, parte de la elite semita de Nueva York. Meyer y Barbara Guggenheim eran recibidos en los salones de los Rockefeller, de los Vanderbilt y los Astor, a pesar de ser de los judíos reformadores que se reunían en el templo Emanu-El en la Quinta Avenida, la más rica congregación judía del mundo.13
En 1904, el clan Rockefeller
[...] controlaba acciones de compañías e instituciones como el National City Bank, Anaconda Copper Company, American Tobacco, Corn Products Refining (Kellogg’s), Southern Pacific, New York Central, Virginian Railroad, Florida East Coast Railroad, US Steel, Bethlehem Steel y General Electric, además de la Standard Oil.14
Los Rockefeller realizaron alianzas con el National City Bank, con Kuhn, Loeb & Co. y con los Mellon, grandes productores de petróleo. Como si todo esto fuera poco, además, fundaron el First National City Bank, el Bank of Manhattan y el Chase Manhattan Bank. Este poderoso pool tuvo la habilidad de desarrollar un sistema de espionaje comercial y político para establecer y aplicar, con la información obtenida en secreto, las estrategias de mercado adecuadas. Se investigó a los contrincantes — comerciantes, empresarios, industriales, políticos o funcionarios— para luego someterlos o corromperlos, si era necesario.
En 1910, Theodore Roosevelt — presidente de los Estados Unidos entre 1901 y 1909— calificó al grupo Rockefeller como “una concentración de poder privado absolutamente sin igual en la historia”. Poco tiempo después, la Corte Suprema de los Estados Unidos, al aplicar un criterio antimonopolio, decretó el desmembramiento de la Standard Oil en treinta y seis empresas independientes. Si bien este aspecto formal se cumplió, detrás del telón, el clan Rockefeller, con testaferros y hombres de confianza, siguió manejando el gigantesco emporio. Los trusts no se pueden matar por decreto.
Ese mismo año, el empresario Andrew Carnegie — magnate del acero que se asoció con Rockefeller y Morgan para crear la US Steel— donó diez millones de dólares para fundar la Carnegie Endowment for International Peace (Fundación Carnegie para la Paz Internacional), integrada por poderosos personajes de Wall Street. Este grupo luego ejercería una influencia financiera muy importante sobre Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos entre 1913 y 1921.
Wilson — un hombre que respondía a Wall Street y de vocación imperialista—, el mismo año que comenzó la Primera Guerra, en 1914, ordenó la invasión a México para derrocar al general Victoriano Huerta y poner en su lugar al revolucionario Venustiano Carranza. En 1915 resolvió que las tropas militares norteamericanas irrumpieran en Haití, para que luego pudieran radicarse allí, sin ningún problema, empresas norteamericanas. Un año después hizo lo propio con República Dominicana para establecer en ese pequeño país un gobierno afín a los Estados Unidos y ordenó la invasión de Nicaragua, donde las tropas estadounidenses permanecieron por varios años. También realizó otras acciones extraterritoriales similares.
Desde un comienzo en los Estados Unidos los más prósperos empresarios — en su mayoría inmigrantes ingleses y alemanes que desde la nada llegaron a tener grandes fortunas— entendieron que, para conseguir sus objetivos, había que usar a la clase política, e implementaron distintas modalidades según las circunstancias.
A los políticos se los podía corromper, para que colaboraran con sus fines, o sacar del medio si molestaban demasiado. Se los podía financiar y ayudar para que ganaran las elecciones y, ya en el ejercicio de sus funciones, pedirles beneficios y ventajas a cambio del apoyo que habían recibido para poder llegar al poder (una “compensación” que se pactaba de antemano). También se los podía coimear para obtener contratos y concesiones del Estado. Además estaba el recurso de atacarlos por la prensa, el cuarto poder en la joven democracia norteamericana, que respondía también a los mismos empresarios. Finalmente, si no había otra opción, se podía adoptar la resolución de agredir o matar — mediante sicarios bien pagos— a los funcionarios que fueran considerados un obstáculo para el logro de sus fines. Esto incluía, y de hecho incluyó, a presidentes díscolos.
Los Rockefeller fueron el pilar financiero del partido republicano, mientras que los Morgan, el de los demócratas. De este modo, fondos de las empresas privadas fueron utilizados en política a cambio de que después los candidatos elegidos, cuando fueran designados, facilitaran y allanaran el camino para los negocios de sus mecenas.
Los postulantes de los partidos para ocupar la presidencia, el congreso u otros cargos electivos, comenzaron a ser seleccionados por los directorios de los trusts. De este modo los monopolios también empezaron a dominar la escena política. Uno de los rasgos sobresalientes de esa época fue una difusa fusión del capital privado con el público, lo que permitió que el Estado fuera el sostén de los emprendimientos de los grupos particulares.
Sectas
Por otra parte, se sabe que a principios del siglo XX — y siguiendo una antigua tradición— varios empresarios y banqueros estaban agrupados en sociedades secretas, desde donde contactaban a funcionarios y políticos para así influir en los gobiernos del mundo.
Se trataba de una metodología que había cobrado fuerza a partir de 1776, cuando el clan Rothschild financió la creación de la logia los Illuminati de Baviera. Este grupo esotérico lideró, con fines políticos, las logias masónicas, que en su mayoría dependían de la corona británica.
Una rama de los Rothschild — famosos como se dijo antes por fomentar guerras para así poder financiar a ambos bandos en conflicto— desembarcó en los Estados Unidos, donde serían prestamistas de famosos banqueros. En tanto, los Illuminati, desde 1832, en Norteamérica adoptaron la forma de la sociedad Skull & Bones (Calavera y Huesos), un grupo siniestro capaz de nuclear, desde esos años y hasta el presente, a famosos personajes de la nación del norte; por ejemplo, a la familia Bush.
El propósito de estas sectas fue, entre otros, debilitar los gobiernos nacionales extranjeros para así poder hacer negocios millonarios y mantener el poder desde las sombras. Para cumplir sus fines, se propusieron crear guerras, inventar crisis económicas, derrocar presidentes, imponer dictadores, financiar revoluciones y realizar atentados terroristas, entre otras actividades clandestinas. La misma metodología que se utilizó con éxito y se sigue usando hasta el día de hoy.
La frutilla del postre
En los años 1873, 1884, 1893 y 1907 se produjeron crisis financieras como consecuencia de la especulación, en especial por el otorgamiento excesivo de préstamos por parte de los bancos. Las “corridas” se producían cuando todos los clientes — por rumores de incumplimientos u otras versiones— en forma masiva solicitaban retirar su dinero, sumas que en un gran porcentaje habían sido utilizadas por los bancos para conceder préstamos. Cuando los depositantes y especuladores no podían sacar sus depósitos, se producía una gran crisis, caían las bolsas y — lo que era peor para los banqueros— se producía una falta de confianza en el sistema. Otro aspecto negativo era el currency drain (en inglés, drenaje monetario), caracterizado por la imposibilidad de los bancos — por las mismas razones, esto es haber realizado préstamos exagerados sobre sus carteras de depósitos— de afrontar el pago de cheques correspondientes al clearing interbancario. Estas inestabilidades obligaron a los más poderosos hombres de Wall Street a reunirse — incluso los que estaban enfrentados entre sí— para buscar una solución que garantizara las mayores seguridades al sistema. Y, como disponían de un gran poder político y económico, claro que la encontraron.
En ese sentido, quizás el hecho más trascendente — una genialidad de los ejecutivos que supieron aprovechar el momento exacto— fue la creación de la Federal Reserve Bank (FED) mediante una ley sancionada el 22 de diciembre de 1913 por iniciativa del senador Nelson Aldrich, suegro de John Rockefeller.
Como primer paso para conseguir que esa ley fuera aprobada, en las elecciones presidenciales de 1913 los empresarios de Wall Street apoyaron a Woodrow Wilson, ya que otros candidatos se oponían a la norma propuesta por Aldrich. Luego, cuando Wilson ganó y ocupó la primera magistratura, esperaron una sesión del Congreso que, debido a la cercanía con la Navidad, iba a tener la ausencia de varios legisladores del bloque opositor. La oposición, con una iniciativa contraria a la de Aldrich, pretendía crear un banco central nacional, pero los magnates tenían otra meta y la consiguieron, fue el regalo de Navidad para Wall Street.
Así, entre gallos y medianoche, se sancionó la ley que creó la FED, que no es un banco del Estado, como en otros países, ya que la norma aprobada determinó que la Reserva Federal de los Estados Unidos estuviera en manos de unos pocos bancos privados.
De este modo, la emisión de la moneda norteamericana, y todo lo que ello significa, fue asignada como una facultad exclusiva de la banca no estatal, tal como ocurre hasta el presente. Así se concentró más poder en pocas manos: la FED puede manejar las tasas de interés, determinar la cantidad de circulante, agregando o quitando dinero de los mercados; con sus políticas incide en los ritmos de crecimiento, otorga préstamos, etc., e influye en los acontecimientos de la realidad con su poder financiero (las tres principales herramientas de la FED son los encajes bancarios, la emisión monetaria y la fijación de las tasas de interés). Desde el punto de vista político, lo más importante fue la independencia que la ley estableció para la Reserva Federal con respecto al Poder Ejecutivo y al Legislativo, que — sumada a las características propias de la estructura de la FED— la llevó a convertirse en la entidad más poderosa del mundo.
El lema de Rothschild citado antes —“Permítanme emitir y controlar la moneda de una Nación y no me preocuparé por quién haga las leyes”— alcanzaba su máxima expresión. Si la banca privada puede emitir dinero, ostenta todo el poder.
Un peligro potencial que se vislumbraba de los trusts era la posibilidad de que la superacumulación ociosa de capital fuera utilizada para un negocio terrible: el armamentismo y las guerras. Esto fue advertido por Rosa Luxemburgo — teórica del marxismo asesinada en 1919— cuando analizaba el escenario previo a la Primera Guerra Mundial. Luxemburgo — que inicialmente militó en el Partido Socialdemócrata de Alemania hasta que empezó la guerra en 1914— había considerado que “la fase imperialista de la acumulación de capital”, además de la competencia, implica “préstamos al extranjero, la construcción de ferrocarriles, las revoluciones y las guerras”.15
No se equivocaba. Los bancos acumularon muchísimo dinero y entonces pudieron dar importantes préstamos a los gobiernos y a las principales industrias. Además, financiaron la construcción de la gran red ferroviaria de los Estados Unidos que, al igual que en Europa, también fue un negocio espectacular para los grupos privados.
Desde unos pocos bancos de Norteamérica se comenzó a administrar el crédito nacional e internacional, y a influir en las actividades bancarias y en las bolsas de todo el planeta.
Con ese capital acumulado se financiaron los golpes de Estado en otros países, así como los conflictos bélicos. A partir del estallido de la Primera Guerra Mundial estos grupos tuvieron grandes beneficios merced a las contiendas internacionales, lo que se describirá en las próximas páginas.
Ahora se verán algunos casos emblemáticos que demuestran la injerencia de Wall Street en terceros países para después avanzar un paso más a los efectos de comprender el desarrollo de los principales acontecimientos que signarían el siglo XX.
La revolución bolchevique
Si de pactos y cuestiones llamativas se trata, quizá, lo que más sorprende es la fuerte colaboración de Wall Street y del gobierno norteamericano para apoyar la revolución bolchevique en Rusia. Aunque esta afirmación a priori asombra, las pruebas documentales, así como las declaraciones de testigos en ese sentido, son contundentes.
En 1861, la Reforma Emancipadora del zar Alejandro II había abolido la esclavitud, y unos veinte millones de campesinos, hombres libres desde ese momento, comenzaron a mejorar los cultivos en tierras que ahora podían considerar propias. A principios del siglo XX, Nicolás II — favorecido por las excelentes cosechas de trigo que se dieron año tras año— comenzó a implementar un proceso de industrialización con la idea de que su imperio saliera de una economía básicamente rural y comenzara a industrializarse.
El incipiente desarrollo industrial y el crecimiento de la producción agrícola hicieron que esa extensa región del planeta — donde en ese entonces vivían ciento setenta millones de almas— empezara a aparecer como una peligrosa competencia para las potencias occidentales.
Por otra parte, Nicolás II no estaba dispuesto a ceder la explotación de los recursos petroleros a los empresarios extranjeros que pretendían radicar sus empresas en territorio ruso. Por esta razón no había permitido, por ejemplo, el ingreso de las empresas de los Rockefeller que querían “invertir” en territorio ruso, atraídas por las grandes cuencas petrolíferas de esa región del planeta. Estas negativas del zar comenzaron a representar un obstáculo, situación agravada por la iniciativa de querer industrializar la nación, objetivo mal visto también por los gobiernos de los países desarrollados.
El imperio zarista disponía de todos los recursos necesarios para comenzar a desarrollar un proceso de industrialización independiente, sin necesidad de seguir recurriendo a préstamos externos. Tampoco era dependiente del transporte marítimo, controlado por los británicos, ya que, mediante las redes de sus propios ferrocarriles, Rusia tenía solucionado el transporte de las materias primas que estaban dentro de su territorio para llevarlas a sus fábricas. Además, los grandes yacimientos de carbón y de petróleo le garantizaban independencia de combustibles.
El zar habría comprendido la potencialidad de su imperio y apostaba a su crecimiento económico, ya que, de resultar exitosos sus planes, en poco tiempo él sería la cabeza de una gran potencia mundial. Estos proyectos, al ser conocidos en el exterior, fueron el principio del fin del imperio ruso; ni los Estados Unidos ni Gran Bretaña podían tolerar la amenaza de tamaña competencia, tampoco Alemania.
Desde el exterior se comenzó a crear el caldo de cultivo para generar un gran conflicto social. Los trabajadores rusos, aleccionados por los activistas, comenzaron a reclamar sus derechos laborales mediante huelgas y, en esa situación caliente, aparecieron como cabecillas naturales de ese movimiento, liderado por la izquierda más radicalizada, Vladimir Ilich Uliánov (Lenin) y Lev Davidovich Bronstein, más conocido como León Trotsky.
En ese contexto, el nacimiento de las industrias, al ocupar a miles de trabajadores, significó la aparición de fuertes sindicatos, que recibieron apoyo desde el exterior.
Los gremios concientizaron a las masas obreras sobre la necesidad de cambiar el orden establecido, para lo cual se propusieron derrocar a la monarquía hereditaria zarista.
Lenin realizó actividades subversivas en San Petersburgo, fue detenido, apresado y exiliado a Siberia. Una vez liberado, se trasladó a Ginebra y a Londres para fundar las bases del movimiento comunista. Por su parte, Trotsky, debido a su accionar sedicioso, padeció la cárcel y también fue deportado a Siberia. Antes de que estallara la revolución de 1917 se encontraba viviendo en Nueva York, donde escribía para un periódico ruso.
Como se dijo, había que frenar las intenciones de Nicolás II y para ello habría que crearle más problemas al imperio ruso. La metodología que se usó para conseguir esos fines es la misma que la actual: para dañar a una nación hay que lanzarla a la guerra.
El gobierno del imperio ruso había sufrido un gran desgaste como consecuencia de un conflicto bélico que había mantenido con Japón, ganado por estos últimos, y luego fue empujado a pelear en la Primera Guerra Mundial, merced al astuto juego de alianzas realizado por los británicos (la diplomacia de Londres hizo lo imposible para que Rusia entrara en la guerra y lo logró).
Al conseguir que los rusos ingresaran en el conflicto armado, se logró debilitar aún más a Moscú. Desde el extranjero, Lenin y Trotsky, el primero financiado por alemanes y el segundo por norteamericanos, generaron una gran campaña internacional de desprestigio contra Nicolás II. Detrás de escena, Wall Street, que en su momento había ayudado a la dinastía de los zares, ahora comenzaba a financiar la revolución comunista.
El gobierno monárquico empezó a desmoronarse a partir de enero de 1917, mientras las maltrechas tropas rusas imperiales — como resultado de los movimientos revolucionarios internos— comenzaron a dejar de combatir en la Gran Guerra.
Para ese entonces, Alemania tenía interés en que Rusia se retirase del conflicto mundial, como consecuencia de su propia situación política. Por esta razón el gobierno germano no dudó en financiar los movimientos revolucionarios contra el zarismo. El ministro de Exteriores alemán, von Kühlmann, refirió al káiser en 1917: “Es sólo gracias al constante flujo de financiaciones, recibido a través de nuestros canales, que los bolcheviques pudieron fundar su órgano de información, la Pravda”, medio que se convertiría en el principal periódico comunista.
Además de Alemania, también les llegaba dinero fresco a los revolucionarios desde Inglaterra y los Estados Unidos.
[...] banqueros como los Harriman, los Rockefeller y los Rothschild financiaron ambas partes en el conflicto revolucionario, para luego dejar caer al zar a través de un bloqueo de las provisiones de armas, que a su vez fue causa de múltiples deserciones en el ejército imperial. El mismo Trotsky menciona en su biografía préstamos recibidos de la Chase Manhattan Bank. La Kuhn-Loeb Bank de Nueva York depositó setenta millones de dólares en la cuenta sueca de Lenin y Trotsky.16
Los banqueros deseaban derrocar al zar por múltiples razones: codiciaban el oro de la reserva imperial y deseaban controlar los yacimientos del imperio, ya que, en 1910, Rusia producía el veinticinco por ciento del petróleo mundial. Anhelaban controlar la economía rusa cuando la revolución hubiese finalizado, lo que les permitiría seguir manejando sin tropiezos — hubiera sido un obstáculo el crecimiento de Rusia— las finanzas internacionales.
Nicolás — encerrado por la situación y sin salida posible— abdicó sus derechos y los de su hijo Alexis a favor de su hermano Miguel IV de Rusia, quien rechazó el ofrecimiento. Semanas después, Nicolás II, junto a toda su familia, sería detenido y asesinado. Así terminaba la dinastía Romanov —y, con ella, el tiempo de los zares— y comenzaba la era de los soviets.
Este cambio radical, que signaría la historia de la humanidad, se había producido con beneplácito y ayuda estadounidense, alemana y británica.
La Duma, una especie de parlamento con facultades restringidas, ante la presión de los revolucionarios, autorizó a que se formara un gobierno provisional a cargo de Alexander Kerensky, un revolucionario moderado.
Kerensky, que era masón, encabezó en Moscú el nuevo gobierno, mientras los líderes intelectuales de la revolución (Lenin y Trotsky) se encontraban en el exilio, y se sintió obligado a cumplir los compromisos establecidos con sus aliados para continuar la guerra contra Alemania, iniciativa que era contraria al anhelo de paz del pueblo ruso. Lenin y el partido bolchevique prometían a las masas “paz, tierra y pan”, así que la posición de Kerensky — de que Rusia permaneciera en la guerra fiel a Inglaterra y a Francia— determinó su futuro: sería derrocado antes de que tratara de legitimizar su cargo mediante las elecciones previstas para una asamblea constituyente.
La segunda fase de la rebelión rusa fue la denominada Revolución de Octubre, una insurrección popular armada ocurrida el mismo año y dirigida por el partido bolchevique, que dio por concluido el fugaz gobierno de Kerensky.
Los sediciosos recibieron colaboración desde el exterior, según una declaración — registrada en un cablegrama que todavía se conserva— de William Boyce Thompson, director del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, accionista en el Chase controlado por Rockefeller, y socio financiero del clan Guggenheim — familia judía alemana que hizo una fortuna en los Estados Unidos con la metalurgia y la minería— y de los Morgan.17
De acuerdo con dicha comunicación, Thompson contribuyó a la revolución bolchevique con un millón de dólares destinados a propaganda.18 También, en el mismo sentido, se pueden verificar las declaraciones públicas a favor de los bolcheviques de Thompson y de William Lawrence Saunders, vicepresidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York.19
En el verano de 1917, Thompson había encabezado una promocionada “misión humanitaria” de la Cruz Roja a Petrogrado — ciudad que luego se llamaría Leningrado—, que en realidad encubría acciones de apoyo a los bolcheviques. No olvidemos que —tal como lo vimos unas líneas antes— él era un importante banquero y no un médico o enfermero. Con dicha operación, un desembarco en las arenas rojas de Moscú, los hombres de Wall Street apoyaron los cambios — desembolsando fondos para los bolcheviques—, estudiaron el panorama que se presentaba para hacer negocios y dieron un paso más para insertarse políticamente en la futura Rusia comunista (Thompson en mayo de 1918 sería cofundador de la Liga Americana de Asistencia y Cooperación con Rusia).
Por otra parte, es importante destacar que el presidente Woodrow Wilson proveyó a Trotsky de un pasaporte norteamericano — el líder comunista partió en el barco SS Kristianiafjord de Nueva York, el 26 de marzo de 1917, rumbo a Rusia— con el que podría retornar del exilio para “llevar adelante” la revolución. El pasaporte estaba acompañado de un permiso de entrada ruso, esto es el acuerdo de Kerensky, y una visa de tránsito británica.
Se debe indicar que Trostky se había casado con la hija del banquero Abraham Zhivotovsky, asociado a la poderosa banca Rothschild, con quien vivía en una gran residencia en Manhattan. Se comportaba como un personaje de la alta sociedad y entre sus amigos se encontraban varios ejecutivos de Wall Street, como los Rockefeller.
El comunista estadounidense Lincoln Steffens — al referirse al viaje de los Estados Unidos a Rusia— dijo:
[...] la lista de pasajeros era larga y misteriosa. Trotsky estaba al frente con un grupo de revolucionarios; había un revolucionario japonés en mi cabina. Había un montón de holandeses volviendo apresuradamente a casa desde Java; la única gente inocente a bordo. El resto estaba constituido por mensajeros de guerra, dos de Wall Street para Alemania...20
El investigador Jennings Wise enfatizó:
[...] los historiadores nunca deben olvidar que Wood row Wilson, a pesar de los esfuerzos de la policía británica, hizo posible que León Trotsky entre en Rusia con un pasaporte norteamericano.21
Steffens, quien como testigo directo redactó esas líneas describiendo el viaje de Trotsky y su grupo a Rusia, actuaba como contacto entre el presidente Wilson y Charles Richard Crane. Este último fue presidente del comité de finanzas del Partido Demócrata, vicepresidente de la Crane Company y quien se ocupó de organizar la compañía Westinghouse en la Rusia soviética. El embajador norteamericano en Alemania, William Dodd, confesó que Crane “hizo mucho para que la revolución de Kerensky cediera ante el comunismo”.22
El 28 de noviembre de 1917, el presidente Wilson ordenó a la diplomacia norteamericana “no interferir” en la revolución bolchevique, lo cual significaba lisa y llanamente el apoyo de Washington al movimiento rebelde. También es interesante notar que “Jacob Schiff — agente de los Rothschild—, años más tarde, se ufanaría de haber donado a Trotsky y su gente nada menos que veinte millones de dólares (del año 1917)”.23
Por otra parte, está comprobado que el regreso a Rusia de Lenin — que en esos momentos se encontraba en Suiza— y de un grupo de bolcheviques exiliados fue financiado y organizado por el Alto Comando militar alemán.24 Esto ocurrió porque
[...] a juicio de los diplomáticos de la Wilhelmstrasse, era indispensable trasladar a los bolcheviques a Rusia. Éstos estaban dispuestos a concretar la paz (entre Rusia y Alemania) inmediatamente, mientras que el gobierno provisional (de Kerensky) permanecía fiel a las potencias de la Entente, Inglaterra y Francia. Los bolcheviques parecían ser los más indicados para socavar la moral del ejército ruso y derrocar al gobierno provisional.25
El apoyo financiero para Lenin llegó mediante transferencias del Nya Banken de Estocolmo, propiedad de Olof Aschberg. (Hay documentos que prueban que, por lo menos desde 1915, el gobierno alemán estaba asignando presupuesto para “estimular la propaganda revolucionaria en Rusia”.)26 El gobierno alemán destinó millones de marcos para provocar la caída del zar, a la vez que ayudó y asesoró en forma constante a los revolucionarios bolcheviques. El 17 de abril de 1917, el jefe de la oficina alemana de Defensa de Estocolmo, Hans Steinwachs (alias Svensson) comunicó a Berlín —mediante un informe enviado al capitán von Hülsen, jefe de la División Política del Estado Mayor—: “Lenin ingresó en Rusia. Trabaja de acuerdo con lo esperado”.
Como se dijo, el objetivo de los alemanes en 1917 era sacar a Rusia de la Primera Guerra, lo que de hecho se cumplió ya que, con el estallido de la revolución, los soldados rusos comenzaron a abandonar el combate para volver a casa. Finalmente, el 3 de marzo de 1918, mediante el tratado Brest-Litovsk (una ciudad bielorrusa), la Rusia ya soviética firmó la paz con los imperios Alemán, Austro-Húngaro y Otomano, así como con Bulgaria. Los alemanes estaban satisfechos, los marcos invertidos en la revolución bolchevique no habían sido en vano.
Los germanos, además de alcanzar la paz, también pretendían controlar el mercado ruso de posguerra. Por su parte, la meta de Lenin era organizar y liderar la revolución, razón por la cual obtuvo la ayuda de los alemanes. Se trataba de intereses comunes. Los bolcheviques recibieron apoyo de las casas bancarias M. M. Warburg & Co. de Hamburgo, Alemania, y Wallenberg de Suecia.
Es clave, en la trama de la revolución rusa, la estrecha relación entre el banquero bolchevique Aschberg y la Guaranty Trust Company de Nueva York, controlada por Morgan. Durante la época zarista, Aschberg había sido el agente de Morgan en Rusia y el negociador de préstamos al zar por parte de los Estados Unidos. En 1917 fue el intermediario financiero de los revolucionarios y, después de la revolución, estuvo al frente del Ruskombank, el primer banco internacional soviético.
Consolidada la revolución bolchevique, los hombres de Wall Street y la Reserva Federal se frotaban las manos, ya que se aprestaban a hacer negocios millonarios.
El 1º de mayo de 1918 — cuando los bolcheviques dominaban una pequeña parte de Rusia y su victoria era incierta— se creó en Washington DC la American League to Aid and Cooperate with Russia (Liga Norteamericana para Ayuda y Cooperación con Rusia). No se trataba de una organización comunista en el exterior, sino de “un comité creado por Wall Street, con George P. Whalen, de la Vacuum Oil Company, como tesorero, Coffin y Oudin de la General Electric, junto con Thompson, de la Reserva Federal, y Willard, de la Baltimore & Ohio Railroad”.27 La presentación de la Liga, y de su ambicioso programa, se realizó en una conferencia pronunciada en dependencias del Senado norteamericano.
Ese mismo año, Maurice Oudin, gerente internacional de la General Electric Company, expresó su satisfacción por la evolución de la situación política en Rusia y apoyó la realización de un “plan constructivo para la asistencia económica” de ese país. En tanto Cyrus McCormick, representante de la International Harvester, aseguró que con el nuevo gobierno bolchevique para los norteamericanos en Rusia se abría “una oportunidad dorada”.28
Ayuda y beneficios
El apoyo de los Estados Unidos a los bolcheviques no terminó con la revolución. El grupo ruso-norteamericano que financió ese movimiento luego obtuvo permisos de explotación en Rusia, a modo de cobrar lo “invertido” en el golpe que acabó con la etapa de los zares. Fueron beneficiarios de concesiones el Banco de la Reserva Federal y la Guaranty Trust (que luego respaldaría a la Oficina Soviética en Nueva York durante 1919).
Trotsky — con financiamiento externo de los banqueros dispuestos a invertir en territorio ruso— armó el Ejército Rojo y además fue el principal responsable de decidir sobre las concesiones que los soviéticos darían a empresas extranjeras.
Por otra parte, entre 1918 y 1922, Lenin reembolsó al banco de inversión norteamericano Kuhn-Loeb — asociado a los gigantes industriales de los Estados Unidos— cuatrocientos cincuenta millones de dólares, suma que había sido aportada para financiar la revolución bolchevique.
En los años veinte, la empresa ferroviaria Baltimore & Ohio Railroad, de los Estados Unidos, colaboró con sus servicios en el desarrollo de la Rusia comunista, mientras que la Westinghouse operaba una planta que, como era de esperar, fue exceptuada del proceso de expropiación y nacionalización llevado adelante cuando los revolucionarios alcanzaron el poder.
A pesar del proceso de nacionalización de sus recursos, para poder extraer petróleo y luego comercializarlo, los bolcheviques no perjudicaron y en cambio acordaron con grandes empresas anglonorteamericanas como la Standard Oil, propiedad de los Rockefeller, o la Royal Dutch Shell, que tenía como principales accionistas a los Rothschild.
En 1921, Lenin explicó claramente la necesidad que tenía Rusia de recibir capitales extranjeros. Esta idea la expresó ante sus camaradas en el Décimo Congreso del Partido Comunista, cuando dijo:
Sin la asistencia del capital nos será imposible retener el poder proletario en un país increíblemente arruinado en el cual el campesinado, también arruinado, constituye la amplia mayoría, por supuesto, a cambio de esta asistencia el capital nos exprimirá con cientos de porcentajes. Esto es lo que tenemos que entender. Por lo tanto, o bien este tipo de relaciones económicas, o nada...29
En 1923 la flamante Unión Soviética creó su primer banco internacional, el Ruskombank. Estaba conformado por banqueros privados rusos, alemanes, suecos, norteamericanos y británicos. Tal como se dijo antes, Aschberg, asociado de Morgan, se convirtió en el titular de ese banco comunista; Max May, vicepresidente de la Guaranty Trust, fue nombrado director y, a su vez, el Ruskombank designó a la Guaranty Trust Company como su agente norteamericano (la Guaranty Trust se convirtió en agente fiscal soviético en los Estados Unidos).
Durante los años treinta, empresas del grupo Morgan y Rockefeller prepararon los planes quinquenales soviéticos y continuaron trabajando con un sentido económico y financiero en acuerdo con los dirigentes comunistas.30 También armaron los ejércitos de Stalin — un excelente negocio para la industria bélica— de cara a la guerra que tarde o temprano estallaría en Europa.
Los norteamericanos, los alemanes y los británicos querían mantener a Rusia en un estado preindustrial para que, de este modo y en esa condición, en el futuro no pudiera aparecer como una competencia.
Los germanos — que como se vio colaboraron con la revolución comunista— y los anglonorteamericanos vislumbraban los beneficios que generaría el gigantesco mercado ruso, al que habría de proveer con manufacturas y bienes elaborados, así como con elementos tecnológicos.
La Rusia campesina, que quería Wall Street, debía abastecer de materias primas y de petróleo — habida cuenta de sus gigantescas reservas— a Occidente. Estos objetivos estratégicos se cumplieron exitosamente. De hecho, gracias a la revolución comunista, empresas norteamericanas comenzaron a extraer petróleo de la gigantesca cuenca de Bakú y de otras zonas, una explotación impensada en la época de los zares.
Entonces, mantener fuera de la industrialización al gigante ruso equivalía a tenerlo como consumidor cautivo y proveedor permanente. No habría que modificar esos términos de intercambio favorables para las potencias occidentales. Sobre la Rusia comunista, los intereses de los Estados Unidos, Inglaterra y Alemania eran concurrentes.
Simultáneamente, para los ojos del gran público, los anglonorteamericanos hicieron creer que la Unión Soviética era la gran enemiga de las naciones occidentales. Un terrible ogro dispuesto a aplastar las democracias y las libertades individuales. Pero, en realidad — y aunque esto no era conocido ya que los medios de prensa, manejados por el poder internacional, no lo informaban—, durante la primera mitad del siglo XX, empresas norteamericanas hicieron suculentos negocios en la Unión Soviética comunista.
En realidad — pactando con la banca internacional desde un principio— los dirigentes bolcheviques habían traicionado al pueblo y sus ideales, desde el comienzo mismo de la revolución. Ese pacto significó tronchar el proceso de industrialización y sumir a las masas en la miseria. Una deslealtad ideológica de los dirigentes rusos que se mantendría durante los años posteriores.
La ayuda de Wall Street, el vigoroso corazón del capitalismo, brindada a un sector que ideológicamente pertenecía a la izquierda revolucionaria no es una excepción en la historia. Se trata de un ejemplo de los pactos que existieron sin que el común de la gente se hubiera dado cuenta de los grandes negocios que se estaban realizando, más allá de las supuestas diferencias ideológicas entre los dirigentes políticos y sus financistas. Si bien cada bando pregonaba su propia ideología, muchas de sus premisas y metas eran exactamente las mismas. Capitalistas y comunistas — con formas de gobierno y dogmas políticos aparentemente antagónicos— coincidían en la necesidad de imponer una sociedad industrial en detrimento de otras civilizaciones. El industrialismo, fogoneado desde la banca internacional, significaba un “progreso”, un avance que justificaba la explotación abusiva de la naturaleza y la conquista — sinónimo de aniquilamiento en la mayoría de los casos— de las civilizaciones preexistentes, consideradas primitivas o menos avanzadas. Entonces los comunistas y los capitalistas tenían metas y objetivos comunes. Negocios, también.
México y China
Para esos años, la banca norteamericana también financió revoluciones y contrarrevoluciones en México hasta que, en 1917, Venustiano Carranza asumió el poder. Paradójicamente, la nueva constitución mexicana había sido escrita por trotskistas y propiciaba una reforma agraria, nacionalización de las empresas, expropiaciones y la instauración de una legislación laboral de avanzada.
Los norteamericanos en México — tal como luego lo harían en otros países— apoyaron indistintamente tanto a dictadores como a presidentes, incentivando y fomentando los conflictos sociales en los momentos que consideraban oportunos. Cuando los hombres que ellos ponían en el poder, ya en el ejercicio de las funciones gubernamentales, se alejaban de las metas de los norteamericanos, entonces les quitaban el respaldo y los derrocaban. Desde Wall Street se dieron préstamos a las autoridades mexicanas, montos que les servían para pagar las municiones y las armas que se les enviaban desde los Estados Unidos, endeudando cada día más a México. En tanto las empresas extranjeras continuaron explotando los recursos naturales de ese país, deudor de la banca norteamericana, razón por la cual se lo pudo presionar fácilmente en el momento adecuado.
Los estadounidenses bloquearon los puertos e invadieron militarmente el territorio mexicano cuando lo creyeron conveniente. Y vendieron armas y municiones a personajes tan criminales como Pancho Villa, un bandolero asesino convertido en general de un ejército revolucionario.
Periodistas norteamericanos debían escribir, para el público de su país, las “proezas” de Villa para así convertirlo en un héroe de la revolución, una especie de guerrillero romántico (tiempo después Hollywood se encargaría de inmortalizarlo). Así, desde esa época los medios estadounidenses, pagos o pertenecientes a empresas involucradas en los más oscuros negocios, tergiversan y distorsionan la verdad de acuerdo con los dictados de los poderosos.
Desde los Estados Unidos también se propició la revolución china, que en 1911 rompió el tradicional régimen de las dinastías para imponer la República, base de la China comunista que sobrevendría a los pocos años. En ese sentido son incontrastables las pruebas documentales relacionadas con el apoyo que, desde los Estados Unidos, se le brindó al doctor Sun Yat-sen, líder de ese proceso revolucionario.
El financiamiento a la revolución china por parte del grupo norteamericano Hill & Betts está analizado en los documentos de la Hoover Institution, compilados por el profesor Laurence Boothe (académico de la Rotman School of Management, Universidad de Toronto).31 En esos informes se detallan las sumas de dinero transferidas a los rebeldes, la lista del armamento entregado y los grupos secretos chinos que participaron de la revolución. Estos documentos contienen más de un centenar de puntos tratados, incluyendo cartas intercambiadas entre Sun Yat-sen y los banqueros norteamericanos. A cambio de apoyo financiero, Sun Yat-sen le prometió al grupo Hill concesiones ferroviarias, bancarias y comerciales en la nueva China revolucionaria.32
Sun Yat-sen, al crear la República China, impuso una doctrina de carácter socialista, organizó el Partido Nacionalista Chino (Kuomintang) al estilo leninista y esto le valió el apoyo del Comintern (Communist International), que fue una organización comunista mundial, fundada en 1919 por iniciativa de Lenin, y el Partido Comunista de Rusia. En tanto, simultáneamente, empresas norteamericanas como la Westinghouse estaban haciendo grandes negocios en la República China.
La experiencia realizada por Wall Street y el gobierno norteamericano en la Unión Soviética, México y China se volvería a repetir, con las mismas metodologías y similares herramientas — militares, terroristas, financieras y políticas— en otras partes del mundo durante todo el siglo XX.
Asistencia al fascismo
La ayuda de Wall Street también favoreció a los movimientos fascistas — diametralmente opuestos desde lo ideológico a los comunistas— que comenzaron a aparecer y crecer en distintos países. Esto no era casualidad. Para la banca internacional es bueno financiar a potenciales enemigos, para luego hacerlos enfrentar. Si hay guerra, los préstamos, destinados a los dos bandos, serán mayores y, en consecuencia, a la larga se conseguirán más ganancias.
Debe recordarse que esto formaba parte de la doctrina del clan Rothschild, que fue muy bien aprendida y aplicada por los banqueros.
Según el académico John Diggins, “de todos los dirigentes empresarios norteamericanos el que más vigorosamente patrocinó la causa del fascismo fue Thomas W. Lamont. Cabeza de la poderosa red bancaria de J. P. Morgan, Lamont fue algo así como un consultor comercial para el gobierno de la Italia fascista”.33
Lamont gestionó y le facilitó a Benito Mussolini un crédito de cien millones de dólares en 1926, en el momento en que el dictador italiano más necesitaba esa asistencia financiera. En tanto, Otto Kahn, director de la American International Corporation, estaba convencido de que “el capital norteamericano invertido en Italia hallará seguridad, promoción, oportunidades y recompensa”.34
En 1923, Basil Miles — funcionario norteamericano del Departamento de Estado, encargado de las relaciones con Rusia— aplaudió los pasos que daba Mussolini al considerar, en un artículo periodístico, que “la victoria de los fascistas es una expresión de la juventud de Italia”.35
Otro ejecutivo como Ivy Lee, hombre de relaciones públicas de Rockefeller, también se manifestó a favor de la política de extrema derecha que aplicaba Mussolini, a pesar de que en 1920 el mismo Lee había expresado su apoyo al régimen soviético.
Kahn, Miles y Lee — entre otros tantos banqueros y hombres de negocios— en su momento se habían expresado a favor de los bolcheviques y luego lo hacían en el mismo sentido de los fascistas. ¿Estaban ellos confundidos? No, en realidad, se trataba de una política dual y oportunista, estudiada y ejecutada con éxito.
Estos ejemplos muestran que los banqueros, y también los empresarios, son indiferentes a la ideología de los gobernantes con quienes negocian. A los financistas no les interesa la doctrina política por sí misma, salvo para determinar si afecta o no sus utilidades, para luego actuar en consecuencia.
Los Estados Unidos, Francia e Inglaterra ayudaron a Franco
La República española cayó como consecuencia del golpe militar liderado por el caudillo Francisco Franco, pero éste nada habría podido hacer sin la ayuda de las potencias que colaboraron en derrocar el gobierno de la península.
Por una cuestión ideológica era de esperar que Mussolini y Hitler cooperaran con Franco, tal como lo cuenta la historia. Pero lo que no se dice es que el caudillo español también recibió ayuda de los Estados Unidos, Francia e Inglaterra, en teoría baluartes de la libertad y, por lo tanto, enemigas de la ruptura del orden democrático como consecuencia de golpes militares.
Esta información fue publicada por el historiador Pedro Luis Angosto en su libro La república en México. Con plomo en las alas (Espuela de Plata, Sevilla, 2009), en el que da cuenta del contenido de documentos mexicanos — verificados en siete archivos oficiales y privados— que demuestran que esa asistencia sirvió para que cayera la República.
Las grandes democracias contra la libertad de España iba a ser el título inicial de esta obra que, según su autor, sólo por su excesiva longitud fue desechado en favor del que alude a México, ya que la obra se basa en una investigación basada en archivos de la diplomacia mexicana durante el conflicto, y el autor considera que México fue el único país que ayudó generosamente a la República (agencia EFE, 18 de diciembre, 2009).
Angosto dijo:
[...] los republicanos no perdieron la guerra porque los sublevados tuvieran el apoyo de Hitler y de Mussolini, sino también porque contaron con el de Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos, mediante un complot urdido por el Reino Unido para que no se vendiera ni una sola bala a la República.
De acuerdo con el historiador Angosto, “los sublevados estuvieron en contacto secreto y permanente con el Reino Unido desde el primer momento” mientras que diplomáticos mexicanos del presidente Lázaro Cárdenas, como Isidro Fabela y Gilberto Bosques, advertían ante la Sociedad de Naciones que “Europa se suicidaba si permitía el asesinato de la República Española”.
Según la investigación de Angosto, el aislamiento de la República es orquestado y sostenido desde el Reino Unido, como a su juicio lo demuestra el hecho de que, “cuando en 1937 la República ya no tiene posibilidad de sobrevivir, una comisión de parlamentarios laboristas determina en la Cámara de los Comunes que se siga con la no intervención”.
“La Unión Soviética fue el último recurso (para los republicanos), por cierto nada barato, y se recurre a ella en agosto de 1936, cuando el Reino Unido establece la no intervención”, dijo Angosto. El investigador afirmó que “México fue el único país en ayudar a la República con un envío de fusiles y munición, aunque era un país que carecía de capacidad para fabricar armas”. Además el gobierno mexicano “debía atender a otro frente, el de la reafirmación de México como nación ante los Estados Unidos, con medidas como la de la nacionalización del petróleo en 1934, muy criticada por la derecha mexicana”. Según Angosto, “México se enfrentó a todos en su empeño por defender la República Española”, y cuando llegó la derrota, esa nación “se convirtió en segunda patria de muchos ciudadanos (españoles) que la habían perdido para siempre”.
¿Wall Street comunista?
¿En los Estados Unidos se alababa públicamente el comunismo? No, en general se lo criticaba y se advertía sobre los peligros del régimen soviético. ¿Los banqueros de Wall Street y la Reserva Federal eran bolcheviques? No, claro que no.
En 1919, mientras Wall Street hacía negocios, tropas francesas, británicas y norteamericanas estaban combatiendo contra el ejército rojo en las regiones de Murmansk y Archangel, en Rusia del norte. Las batallas eran conocidas por el público, ya que esas noticias aparecían en los diarios más importantes como The New York Times.
[...] los círculos financieros que estaban apoyando a la Oficina Soviética de Nueva York también formaban parte en la misma ciudad de United Americans (Norteamericanos Unidos), una organización virulentamente anticomunista que predecía una revolución sangrienta, hambrunas masivas y pánico en las calles de Nueva York.36
La United Americans presagiaba en los Estados Unidos una revolución comunista, que se concretaría presuntamente en 1922, costeada con veinte millones de dólares provenientes de Moscú. El régimen soviético era presentado como el Anticristo que aparecería para golpear y, mediante una revolución mundial, aniquilar el capitalismo.
Por otra parte, la banca Morgan, mientras financiaba a los comunistas, también ayudaba en secreto al general Alexander Kolchak en Siberia. Kolchak fue el líder del movimiento antibolchevique, conocido como Movimiento Blanco, durante la guerra civil rusa, que se desarrolló después de la caída del zar, entre 1917 y 1921, con focos de resistencia que estarían activos hasta 1923.
Los “blancos”, que enfrentaron a los rojos, también recibieron ayuda de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, así como de Alemania, entre otros países. Decididamente, el mensaje público de la clase política de los Estados Unidos, a su pueblo, fue contrario al comunismo, sistema que fue presentado como el principal enemigo de los norteamericanos. Estos sucesos son demostrativos de lo que fue, y será, durante todo el siglo XX, la estrategia de los poderosos de Wall Street: jugar a dos puntas para lograr sus objetivos financieros y económicos.
Los magnates vieron que, para satisfacer sus intereses, podían negociar con gobiernos centralizados, ya sea de izquierda o de derecha, que detentaran el poder absoluto.
Las recetas fueron simples y se constituirían en una norma a aplicar en los años venideros. El objetivo de Wall Street no era imponer una ideología, sino aprovecharse de las totalitarias, como el comunismo o el fascismo, para hacer grandes negocios, con una visión internacionalista. Es como si al propagarse la ideología comunista por el mundo, los banqueros se hubieran dicho en secreto: “seamos el comunismo”, lo que se repitió luego con el fascismo y el nazismo. No era cuestión de rechazar frontalmente esos movimientos, era más conveniente formar parte de ellos ayudándolos financieramente.
De este modo se captaron, en forma monopólica, grandes mercados cautivos, con la intención de extender esa modalidad a la mayor cantidad de regiones del planeta.
Fueron especialmente los banqueros, los grandes industriales y los empresarios más poderosos — la mayoría de las veces en acuerdo con el sector político y militar de turno— quienes fomentaron las guerras. La estrategia consistió en crear los conflictos para poder abastecer a los dos bandos con combustibles y armamentos, entre otros elementos necesarios para el combate. Suministrando apoyo clave a las dos partes en lucha, además de ganar dinero, se tiene el control de la situación.
Desde la banca — con la Reserva Federal de los Estados Unidos a la cabeza, un ente privado tal como se explicó— se generaron préstamos para las batallas y con esas sumas se armaron a los grandes dictadores del siglo XX. En cada ocasión, luego del drama de la guerra, se darían los empréstitos para reconstruir las zonas destruidas pero, a la vez, para endeudar aún más a las naciones devastadas por la violencia. Los banqueros financiaron revoluciones y gobiernos despóticos, teniendo como objetivo el rédito, nunca el bienestar de los pueblos, que siempre fueron engañados.
La revolución bolchevique, al ser financiada desde Wall Street, traicionó al pueblo ruso desde su comienzo. Pero la sociedad norteamericana también fue traicionada por sus dirigentes al hacérsele creer que los comunistas eran sus enemigos, cuando en realidad se los estaba ayudando. Además, las empresas norteamericanas hicieron luego sus negocios en Rusia durante decenios, mientras las finanzas eran manejadas por el Ruskombank, el primer banco soviético conformado por capitales rusos, pero también los países líderes del capitalismo, como alemanes, norteamericanos y británicos.
La gente peleó y defendió ideales que creía justos, pero, en realidad, los soldados enviados a las guerras fueron carne de cañón de los intereses financieros.
Palabras como “patria” o expresiones como “dignidad nacional” fueron, y son, usadas como señuelos para inflamar los corazones y lanzar a la gente a las batallas. Como pantalla se crearon rimbombantes organizaciones que tenían el aparente propósito de lograr la paz y el bienestar mundial. Se utilizaron como estandartes, de causas aparentemente nobles, la Democracia, la Justicia y la Libertad. Banderas que se usarían reiteradamente para esconder los intereses más espurios.